8.10.06

Breves oscuras carnes de TREJO

La obra narrativa de Oswaldo Trejo (Mérida, 1924) configura, después de medio siglo de exploraciones, una suerte de tercera orilla del idioma literario latinoamericano. Ocurre al margen y de modo procesal, recomenzando, inconclusiva; fiel a su radicalismo, ensaya sin concesiones rutas tan rigurosas como imaginativas, tan laboriosas como humorísticas. Por lo mismo, se trata de un margen virtual, promediado entre las tendencias narrativas más fluidas y concurridas. Este casi secreto territorio se caracteriza por sus puentes salvados, paisaje del recomienzo, y foresta simbólica de clave lúdica. Solitaria, esta obra se sitúa, sin embargo, en el escenario del cambio literario desencadenado por las rupturas del gran modernismo (Joyce, Proust), las exploraciones de la vanguardia y la puesta en crisis de la representación promovida por el abstraccionismo. En ese sistema literario de por si asistemático, el proyecto de Trejo es una versión marginal e irónica del repertorio rupturista. Pero preside, a su modo libre, el proceso constitutivo de un narrar postmoderno venezolano, dentro del correlato exploratorio del desnarrar hispanoamericano promovido por el “boom” de la narrativa de los años 60 y 70. Dialogando paródicamente con sus precursores, a los que en vez de inventarlos puntualmente refuta (con gesto inculcado por Duchamp); Trejo se adelanta a las cristalizaciones de la novela latinoamericana con la pulsión poética de su obra maestra, Andén lejano, y aunque su proyecto a veces parece hermético y hasta abstruso, dada su voluntad de dejarlo todo al proceso aleatorio de la escritura, no hay duda de que la fuerza de su empresa apuntala y reformula la variante venezolana del gesto fundador: empezar todo de nuevo en cada texto, reinventar el relato de lo nuevo. Tanto, que se podría asegurar que el relato característico de esta narrativa venezolana seria aquel en que un novelista empieza a escribir su primera novela sobre un mundo joven en una ciudad reciente y con un lenguaje nuevo. En estos escritores y exploradores no sólo la literatura recomienza, también América Latina vuelve a empezar.
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Les subo uno de sus cuentos, es largo pero vale la pena.
Chau
-------------------------------------------------------------- EN BREVES, EN OSCURIDAD, EN CARNES De Oswaldo Trejo Semejante al saludo de los escasos conocidos que pasaron, a los sucesos que de tanto repetirse pierden toda significación para las calles, dijo: -Iré a visitarte. Quiero conocer tu apartamento. Soltándole la mano, agregó en voz baja: -Y para estar contigo, naturalmente... Irene Loredo escuchó el anuncio con dejo parecido al de las manos y los pasos en la comunicación con las voces, los movimientos y el mutuo decirse de las esquinas y los ruidos, sumida en la calle tumultuosa. No creyó que la pequeña confianza alojada en la conversación de aquella tarde creciera tanto como para empujarlo hasta su puerta ni que llegara en un momento de arreglos en el apartamento, con los materos apenas colocados en el balcón. Lo había olvidado. Con quehaceres por delante, Irene no tenía deseos ni de hablar. -¡Cómo encandila ese color, allá! La mujer ocupaba su ventana, en los edificios de enfrente. El amarillo del vestido no justificaba la aseveración del visitante ni el haber tumbado el matero al apartarse bruscamente del balcón. -¡Claro, Irene... cómo puedes verlo si acaba de irse el sol! Extrañó el proceder y deseo de ocultarse. Quizás no fuera como otros jóvenes que, después de la primera visita, se quitaban la camisa y salían al balcón donde terminaba por hacerte señas a la mujer en sus apariciones en verde, en oscuridad o hasta en carnes, al fondo de la ventana. A veces, era apenas una mancha de color que cambiaba de posición para contemplar los torsos desnudos y las cabezas hermosas de los amigos de Irene Loredo. Con las facciones perdidas en lo lejos, ninguno había precisado si era vieja o mujer nueva la que tanto curioseaba. Irene sabía, por voz de un adolescente, que se llamaba Verónica Puma; que se habla hecho una del apartamento al percatarse del sentido que encerraba el caer de las persianas en la sala y dormitorio, seguido de la oscuridad en las ventanas; que clasificaba los muchachos, de nuevos en el apartamento; los vestidos, como de la ciudad, los atléticos; de forasteros, los blancos y raquíticos; de viejos, los que pasaban directamente al dormitorio sin detenerse en el balcón; como socios o antiguos amigos de Irene, los que se sentaban a la mesa, con ella. -¿Hay aquí gente? Irene dio un vistazo a la quema de basuras en el patio común de los edificios, donde había ropa tendida y animales domésticos. Anochecía sobre los muros, y los interiores de algunos apartamentos estaban ya iluminados. Verónica Puma había desaparecido de la ventana, melancólica de sombras arriba de los árboles y de la calle ciega con perros y sirvientas. En el dormitorio de Irene se repitieron las voces de los pintores por las cuales acababa de preguntar... Salazar. Aclaró: -Ningún Salazar, Irene... Me llamo Luciano Monedero. Movía el líquido en el vaso con igual persistencia a la que ambos tenían por conocerse. En la música del tocadiscos se hundía la insistencia y dejaba los gestos como raros insectos extraviados, girando en torno a las palabras un tanto ajenas a sus vidas, amistando. -¿Se marcharán pronto? Como no dispongo de tiempo, salgo al terminar de tomarme esto. El pintor y el ayudante pasaron varias veces hacia la cocina para dejar los periódicos manchados de tintas, las brochas y latas que se llevarían al día siguiente cuando volvieran para limpiar los pisos, colocar las lámparas y cobrar. -Hay una rota. Es la del cuarto. Ya que se ha hecho esta limpieza sería bueno colocar una lámpara nueva. Si la señora quiere, yo mismo la traigo, mañana. Ahora... buenas noches... -¿Solos? Luciano medero pasó con Irene al dormitorio. Comprobó que el trabajo de los hombres no era bueno. Contrariamente al orden existente en la sala, donde el olor a pintura fresca era menos acentuado, encontró el cuarto inhabitable y con los muebles fuera de lugar. -¿Para terminar cansado? -Irene logró convencerlo de que debía ayudarla a colocar la cama, el escaparate, las mesitas y los cuadros. -¡Uff, quedé cansado, Irene! Con la vista puesta en la cama, Luciano no demoró en acostarse, largo a largo. Se inclinaba para tomar sorbos de la bebida que tenía en el vaso, renovada por segunda vez. Solamente se sentó para sacarse la camisa. -¡Qué calor, Dios mío! Huele tan mal en este cuarto. Irene miró el medallón de Luciano Monedero, con el signo de cáncer en una cara y una fecha en la otra. Sería la de su nacimiento. Le acarició el torso de piel suave, casi brillante, con abundantes vellos en el pecho, más negros y numerosos alrededor de las tetillas, el antebrazo y las muñecas. -Me protege, Irene. Hasta ahora me ha protegido... Luciano soltó el medallón que sostenía entre los dientes para protestar cuando las cosquillas de Irene lo obligaron a curvarse en la cama. -¡Noooooo, Irene! Estos juegos te llevan al peligro. Como estos sí... ¡Aaaah, no te gustan! Creí que te gustarían. Y mi calor, Irene... ¿No te gusta mi calorcito? Irene quiso liberarse de la inmovilidad en que la tenía. Sus carcajadas desaparecieron, lentamente, al adormecerse con el roce y la respiración de Luciano Monedero, sobre el cuello, las orejas y los hombros. Él la apartó para quitarse, con hábil movimiento y sin dejar la cama, los zapatos, los pantalones, los calcetines. -La persiana no debe quedarse arriba. Dijiste que se llamaba Verónica Puma. Si reaparece en la ventana, puede vernos. En momentos así Irene dejaba de correr la persiana para que Verónica, ahora ausente y sin embargo tan cercana, participara de los sucesos en el cuarto, de escasa claridad. Eran, a un tiempo, la venganza y la dádiva de Irene, cuando estaba con algún hombre. Los hartazgos de las pequeñas porciones que Verónica le hurtara de sus hambres la dejarían siempre insatisfecha. Estaba segura de que sin la posesión del macho, llamárase Luciano Monedero o de cualquier otra manera -a Irene le había ocurrido muchas veces-, Verónica tendría que partir de imágenes borrosas para inventarse muchos besos, ternuras y caricias, hasta adormecerse entre su propio abrazo. Tuvo efecto la razón de su silencio porque Verónica regresó a la ventana para encandilarlos en el cuarto con los tonos del deseo Desde el cuarto de Irene era visible, allá, el sepia o la noche sobre el amarillo del vestido, de aquel vestido que por la tarde había hecho retroceder a Luciano, quebrando el matero al separarse del balcón. O sería rojo el deseo, como los rojos, los verdes y los azules de los muchos trajes de Verónica. A medio vestir, Irene hizo luz para que la mujer allá comenzara por modelar, desde su ventana, los instantes que la llevarían a morderse las manos hasta escupir sobre las paredes y las puertas, contemplando a Luciano Monedero en su desnudez sobre la cama. -¡Carajo con ese olor... y tú jugando! Apagas esa luz o te golpeo. Con rapidez, Luciano se cubrió totalmente con la colcha. Apenas sacaba la cabeza para exhalar el humo del cigarrillo hasta cuando se le ocurrió lanzar un zapato contra el techo para romper el bombillo que los iluminaba. En actitud de burla y, a la vez, de sacrificio, Irene se mantuvo junto a la pared con el vestido sobre los pechos, cayéndole en el vientre. Avanzó para meterse, también, debajo de la colcha que comenzó a preparar su fuga, a desplazar sus límites hasta quedar convertida en ignorado laberinto de formas estampadas y de líneas, fuera de la cama. Sobre las paredes cayeron desvaídos los colores primarios de una luz-neón. Llegaron ruidos de la ciudad, música y voces de apartamentos vecinos. Irene hubiese querido permanecer prestada a la compenetración con los muebles, los muros, los reflejos; recortar los instantes y sus formas de morir para colgarlos del futuro, a ser poblado de hombres que viajarían por ella al igual que sobre los países, sin quedarse. -Me voy porque este cuarto cada vez apesta más. También ella abandonó la cama para inventar afuera las frases y los gestos con los cuales construiría la esperanza de retener a Luciano Monedero, porque en el cuarto no quedarían ni las huellas del viaje de los instantes acabados, de goce, de ternuras. -No quiero que me roces la cara. Ya te lo advertí antes. Si no te lo permití en la cama, ¿cómo quieres que te lo permita ahora, parado en este pasadizo, y de salida? El rechazo deshizo la esperanza, las suposiciones de haber hallado una persona de menor indiferencia. Irene aceptó la despedida y esperó que Luciano bajara por la escalera para cerrar la puerta del apartamento. Adentro, con los efectos renacidos, lo marcó como si el hombre fuera suyo, como si estuviera amancebada con Luciano Monedero y ella debiera aguardar su regreso, de un momento a otro. Pensando en Luciano Monedero se preguntaba si cumpliría la promesa de volver. Para acostumbrarse al recato que quizás fuera de su agrado, Irene limitó las salidas a la calle, que además le servían descanso mientras duraran los ahorros. Dispuso los muebles y los cuadros de acuerdo con algunas sugerencias que él le había hecho y abandonó el hábito de no comprar flores. A su modo de ver siempre las había observado como orejas, brazos y manos que se cortaran para hacer con ellas ramilletes. Tampoco hallaba diferencia entre las flores naturales y las fabricadas con papel y otros materiales que vendían en las calles, muchas veces sin faltarles el perfume. Por si Luciano llegaba de improviso, mantuvo el jarrón lleno de claveles, tan del agrado de su amigo. Los claveles se mantenían en la sala, como la ausencia de Luciano Monedero, durante esos días. Empezó a tejerle un suéter que no le traía sino recuerdos de familia, cuando, de niña, las pequeñas tareas quedaban atadas a la confianza de lo que Irene quería ser: una mujer casada, con hijos junto al crecer de las plantas; con una casa nueva o una tan vieja como aquella de sus padres, donde el tiempo aparecía como los pájaros y las frutas. Por bautizar a sus muñecas con nombre, elegidos para los hijos, Irene jamás los había olvidado. Quedaron tan bien seleccionados en aquel pasado como las hormigas enterradas por Irene con los soles, sin establecer ninguna diferencia de tamaños. Llegó a cansarse de las sorpresas que le deparaban los viajes a la puerta, alternando con el desengaño de no hallar a Luciano Monedero esperando que la abriera. No le producían desagrado los repetidos timbrazos en la puerta y el teléfono, ni las excusas y negaciones a que la obligaban los amigos, más consecuentes con ella que Luciano Monedero. La ventanilla de la puerta enmarcó durante muchos días esos rostros de la espera. Sabía que el decirles «tengo una visita», alejarlos, era quedarse más desamparada. De aceptarlos, ninguna visita se hubiese prolongado en conversación o en simple compañía. Y se lamentaba de que fuese así, de que no tuviese ni la amistad de los vecinos. Nada de esto la indisponía tanto como las frecuentes apariciones de Verónica Puma en la ventana, desde la cual parecía hurtarle, ahora, la nostalgia de los días inhábiles para el amor, sólo con tardes azulosas, con desgano para el roce con los hombres. -¿Qué hay, aquí?... ¿Algo de nuevo? Entrando sigilosamente por la puerta que Irene había dejado abierta, la sorprendió frente al escaparate donde momentos antes de salir se colocaba los zarcillos. En la calle estaba la noche y los hombres transitorios, esperándola, entre los cuales nunca surgía uno se dejara amar. Eran como los avisos luminosos que se apagaban con cada amanecer, como los automóviles que al acortar la velocidad para seguirle los pasos, se alejaban a mayor velocidad. En sus andanzas, Irene había vuelto a encontrarse con el hombre de «buenas noches», de manos en los bolsillos, de largo tiempo por andar. Era el habitante de las calles que nunca se detenía, indiferente y siempre inalcanzable. -Vine una de estas noches... Dejé una nota para ti por debajo de la puerta. Estaba cansada de esperarlo en aquel apartamento de aspecto renovado, testigo de muchos días de salidas a la puerta. Como estimaba sobrancera la incierta afirmación, decidió no hacerle reclamación alguna por desaparecer, por el olvido de llamarla por teléfono. Siempre se había cuidado de actitudes semejantes para evitar que le dijeran: «¿Con qué derecho lo haces si eres una puta?». Le hizo sentir el agrado que en ella había dejado su anterior visita, lo inevitable de ese buen recuerdo. No le evidenció el deseo que tenía de llegar a retenerlo. -No estaba aquí. Ahora solamente vendré cuando deje tiempo para mí el restaurante que he puesto en la nueva carretera. Por fin tengo algo propio... algo con lo que voy a enriquecerme. En breve tiempo, no lo dudes. Irene olvidó su salida de esa noche para permanecer junto a Luciano Monedero, en torno a la mesa donde comía, a la expectativa de lo que quisiera hacer: oír música, quedarse indefinidamente allí o más allá. El apartamento tenía múltiples lugares para estar: Irene podía conducirlo a los del silencio, al lugar de las miradas, al de su corazón que guardaba tanto para él. O si quería, podía llevarlo al lugar donde se detenían los instantes para ser cuarto, espejo, carcajadas, trozos de existencia. -¿Tiene algo de beber, Irene? A un tiempo se levantaron. Del bargueño, Luciano sacó, de entre las botellas, una de color verdoso que enmascaraba la ginebra, el anís, o el aguardiente. Irene estaba entretanto frente al balcón, lo cual coincidió con el grito de Luciano que, desde la cocina, le pedía que bajara la persiana. -Dígame una cosa, Irene: ¿Qué pretende usted de mí? Luciano Monedero jugaba con los flecos del cobertor y agitaba la bebida. Sin levantar la cabeza y mordiéndose los labios, comentó con sonrisa burlona a la vez que inquisidora: -Si no me equivoco, Irene... si no me equivoco, usted me ha pensado. O, para ser más claro, usted me ha tenido presente. O, por lo menos, ha esperado mi regreso. Usted siguió, también, mis indicaciones para hacer más grato este apartamento. Todo aquí está dispuesto de la mejor manera. ¿No es así? La felicito, Irene... Es de lamentar que sea usted la equivocada... No soy el hombre que se imagina, ¿Por quién me ha tomado? ¿Acaso se le extravió este año uno igual o parecido a mí? Vamos, Irene... responda. ¿Qué es lo que usted pretende? Es cierto que deseaba ver la persiana así, ocultándonos; que quería esta penumbra, pero por razones muy distintas de las suyas... No fue para sentir, como hace un momento, su mano sobre la mía ni por el deseo de llegar a otra intimidad. ¿Comprende, usted? ¿Qué quiere usted de mí, Irene? Descalza, Irene se dirigió al balcón para elevar la persiana. Sin los zapatos se veía muy pequeña, como una niña por crecer y todavía regordeta. Permaneció de espaldas tomando aire para esquivar la turbación, alguna lágrima. -¿Que dejaron un niño en la acera, dices? No es un niño, Irene, ni cosa que se le parezca. Es la sombra de la caja con basuras. También en esto se equivoca usted. No vuelva a equivocarse. Visite un especialista que cure las visiones... O cualquier enfermedad de los ojos. Vería mejor las cosas. Sobre todo, si es para no tomar a la gente por sombras o basuras. En la mesa Luciano Monedero revisaba el periódico para concluir por irse al cine, sin invitarla. Antes de salir se sirvió nuevamente de beber y, luego, con el último sorbo, se puso en marcha. El segundo «adiós» se produjo conjuntamente con el golpe en la puerta. Casi frente a la escalera volvió el rostro e Irene, que desde la ventanilla presenciaba aquella partida, lo escuchó nuevamente. -Puede que vuelva, Irene... Entonces usted responderá a mis preguntas. Con la música del tocadiscos dio algunos pasos de baile sobre la alfombra, pero se detuvo al descubrir que Verónica Puma la miraba desde la ventana. Con la seguridad de que Luciano no volvería y con el cansancio que le había dejado la visita, dejaba de pensar en su salida avanzando hacia el sofá. Acurrucada, se contemplaba el rojo de las uñas de los pies y de las manos. Nunca había sentido mayor desconcierto ante las palabras de un hombre, ante el brusco rechazo de una mano. La suya sobre la de Luciano Monedero se había posado como sobre la de cualquier amigo. Ahora sabía que ciertas frases eran menos humillantes que todas las frases dichas por Luciano Monedero. A solas renegó de los días anteriores, de su conducta recatada, de la vuelta a los recuerdos de familia. Se arrepentía de haber tejido aquel suéter no entregado. En las cortas vacaciones había dejado los ahorros, había rechazado hombres tras la ventanilla de la puerta, en tardes de visitas. Volvería a las calles de la noche para regresar acompañada o con el solo recuerdo de haber visto los avisos comerciales. En los rojos, los verdes, los azules, se fundía siempre la presencia de Verónica, que ahora, a espaldas suyas, estaría en la ventana. O el tiempo, el amor, el sueño, el deseo, la soledad, siempre detrás de Irene como los nombres de las ciudades y de los hombres. Luciano Monedero apareció otra tarde. Notó que había algunos cambios: un jarrón de porcelana reemplazaba el de barro cocido, y en lugar de los claveles las hortensias le sugirieron la influencia de otro hombre en el apartamento. Había cuadros nuevos y, además, la ubicación de los muebles era tan distinta a la dejada por él como a la impuesta por Irene antes de conocerla. El sombrero de hombre encima del bargueño no podía ser sino del autor de los arreglos. Observaba que desde su llegada Irene se había dedicado a oficios innecesarios, sin prestarle mayor atención a lo que decía. Acaso si volvía el rostro para meterlo en las palabras de él, alusivas al restaurante y a las dificultades que un comienzo como el suyo suponía. De regreso de bajar la persiana, se tropezó con Irene. Hubo entonces, una comunicación de mutua indiferencia. A una mujer que solamente le faltaba dejar la bata, ponerse los zapatos y tomar la cartera no podía preguntársele si estaba de salida. O si esperaba al donante de las hortensias y dueño del sombrero. De no existir en ella un deseo para que él renovara el rastro de su quedarse, la dejaría salir cuando quisiera. -Si no tienes compromiso, vuelvo esta noche. La respuesta de Irene fue la de terminar de arreglarse, la de pararse delante de Luciano Monedero con disposición de marcharse. Atravesaron el pasillo en dirección a la escalera y en la calle se deshizo de Luciano Monedero. Una vuelta a la manzana y luego estaba de regreso al apartamento. Nunca su ausencia había sido más breve, nunca el hambre la había obligado a retomar con el fin de prepararse su cena de esa noche. -Es la cuarta llamada que te hago. ¿No habías regresado? Cuando frene levantó el auricular eran las nueve de la noche. Como Luciano quería saber si estaba, si permanecería en el apartamento, además de mentirle que acababa de llegar, Irene fue imprecisa en la respuesta. -¿Aquí...? Me aventuré a venir sin saber si habías vuelto a salir. Una malograda gestión la obligaba a permanecer en la ciudad hasta el siguiente día. Repitió el acto del atardecer de acercarse al balcón para bajar la persiana. Era como si le molestara sorprender a Verónica Puma, en la ventana. Sin cenar, rechazó el ofrecimiento de Irene de recalentarle algo de comer. Lo hizo él mismo. Cuando volvió de la cocina, devoró los alimentos en silencio, con tristeza, como si viviera alguna humillación. -¿Puedo quedarme aquí por esta noche? En el asentimiento de Irene había el deseo de que la noche transcurriera. Detenía la mirada en las muñecas de Luciano Monedero, con vellos en las manos quemadas por el sol. -Puedo dormir aquí donde estoy tirado, en el sofá. Las sombras se hicieron más visibles cuando se quedaron con la luz de la lámpara de pie, que alumbraba la cabeza de Luciano. Leía una revista en el silencio escasamente interrumpido por el viento que golpeaba la persiana. En el sofá faltaba la colcha que Luciano habría de buscar en la cama donde Irene lo esperaba. Cuando llegó la medianoche, Irene se había levantado varias veces para verlo, silenciosamente, a través del espejo de la sala. Sin hacer ruido permanecía al acecho de que Luciano se durmiera para llevarle la colcha y arroparlo. -Ya voy... Irene. Como era imposible que dos cuerpos reflejados en el mismo espejo dejaran de encontrarse, desde temprano Luciano la había sorprendido empinada junto a la puerta y en las carreritas a la cama, donde pretendía hacerse la dormida. Al siguiente día, Luciano anunció el proyecto de vender el restaurante para dedicarse a otra actividad. De ser en la ciudad, los encuentros dejarían de ser menos esporádicos. En el principio, las visitas y llamadas telefónicas tenían para Irene más de deferencia que de participación de estar cerca o de anuncio de querer dormir en el apartamento, cuando por alguna circunstancia Luciano debía permanecer en la ciudad. -¿Me puedes dar algún dinero para irme? Después te lo devuelvo... Cada partida estaba acompañada de pedidos para el viaje, del beso en la frente o la mejilla, del recuerdo al monto de los préstamos que tanto enorgullecían a Irene por estar ayudándolo, aunque de manera tan pequeña. Después de periódicas visitas, Luciano llegó con el equipaje, con la buena nueva de haber vendido el restaurante. -Es un regalo para ti, Irene. Abierto en la cocina, el bulto contenía azucareras, cubiertos, vasos, servilletas, frascos con salsas a medio gastar. Esa tarde Irene se ensució de hollín las manos y la cara cuando del bulto saco las cacerolas y las ollas. -¿Me das alojamiento por estos días? Es solamente mientras consigo apartamento. Durante su permanencia allí, Luciano Monedero no le ofreció mayor afecto. La incomodaba tanto alejamiento, que no la acompañara a comer con más frecuencia, que volviera a medianoche encontrándola acostada. Irene no quiso entregarle llave para escuchar los timbrazos en la puerta y conocer así la hora de llegada. Él se tendía en el sofá y solamente iba a la cama más tarde, después de leer las revistas y periódicos. -Ya me enteré, por la prensa. Por alegar cansancio, los comentarios de Irene se perdían en el cuarto, en la cama, en la noche. A los seis meses de estar juntos, no porque Luciano se lo prohibiera, Irene había perdido muchos amigos. Apenas los saludaba en alguna ocasión inesperada. A pesar de sobrarle tiempo y soledad para recibirlos en el apartamento, Irene decidió mantenerse con la venta de algunas joyas, conservando las que fueran recuerdo de familia. Cuando era de empeñarlas, Luciano se encargaba de la operación. Del dinero gastaba en cigarrillos, corbatas, camisas o boletos para llevar a tiene a cualquier espectáculo. Justificaba así Parte de las sumas que de los empeños siempre se tomaba. Sin que su actitud cambiara en absoluto, Irene no pudo ocultarle a Luciano los celos por las desapariciones de los sábados, de los domingos, regresando casi siempre en la madrugada de los lunes. -Si te sigues metiendo conmigo, Irene... verás que voy a irme de aquí. Cuando me ofrezcan algún trabajo voy a vivir tranquilo, en mi propio apartamento... Sin que nadie me eche vaina. El desagrado de Irene cedía el martes para retomarlo en su punto de partida al finalizar cada semana. Cansada de que los alegatos fueran tomados por Luciano con actitud de hermano y no de amante, Irene se acostumbró a ese medio vivir con él, ano renunciara la tenencia de un hombre, limitada propiedad jamás lograda con aquellos desaparecidos visitantes de una noche, que dejaban un dinero, una despedida sin regreso. Era mucha la felicidad de tenerlo, así Luciano mezclara los sentimientos amorosos con los de hermandad. Olvidados los frecuentes abandonos y la indiferencia, Irene sacaba de todas las situaciones con Luciano Monedero lo más hermoso y positivo, como si lo de ella fuera único en el mundo. El hecho de tener algo «único» e «incambiable» le producía una gran satisfacción. A veces, de pensarlo a mitad de semana, ni siquiera deseaba de Luciano un cambio en su manera de ser: para quererla más, para estar menos ausente. De proponerle matrimonio -estaba segura-, rechazaría semejante idea. En cambio, le pedía a Dios un hijo que fuera tan extraño, tan libre, tan personal como Luciano. Con un hijo -lo pensaba muchas veces- jamás perdería esa cosa «única» que Luciano representaba para ella. Era de agradecerle que hubiera hecho de las persianas una pared que los ocultara de las miradas de Verónica. Al limpiar las persianas la recordaba de manera tan lejana como el llamado de la ciudad y de los transeúntes para los cuales, ahora, tenía otras miradas. Por la desazón que le producían las flores en jarrones, los materos pasaron del balcón a la sala donde Irene formó un pequeño jardín con mayor número de plantas, cuidando en especial, para Luciano, aquellas de claveles. Además de su jardín, de no ocuparse más de Verónica Puma, de no volver a recibir hombres, las nuevas relaciones justificaban la permanencia de Luciano Monedero en el apartamento. Algunas personas al referirse a ella la señalaban como «la señora Monedero». A ella no le importaba que los vecinos y algunos amigos le negaran el saludo, porque ahora disfrutaba del aprecio de gentes que Luciano le había hecho conocer. Irene no podía olvidar -estaba escrita en el medallón- la fecha de nacimiento de Luciano Monedero. De sus pertenencias solamente habían empeñado el reloj pulsera, vendido algunos utensilios del restaurante. Era muy visible el medallón sobre su pecho para que ella pudiera olvidar la fecha. Mucho menos el signo del zodíaco para leerle el horóscopo que aparecía en los periódicos. -No quiero que ese día me compres cosas que no me gusta usar. Se refería Luciano al pijama que, de recién llegado al apartamento Irene le regalara. En las noches, a ella le agradaba mirarle el cuerpo desnudo. Era verdaderamente innecesario el pijama. Luciano tenía el cuerpo como el de los hombres que conviven con el mar, de un color oscuro que contrastaba con el blanco de sus ropas interiores. Irene no insistió en hacer una historia de su menosprecio por aquel regalo. Prefería verlo desvestido y desde la cama tratar de recordar el nombre de un animal mitológico que, según ella, tenía cierta semejanza con el cuerpo de Luciano Monedero. -¿Unicornio, Irene? -¿Elefante? -¿Minotauro? -¿Hipopótamo? Si era un animal legendario, no se explicaba por qué tenía que asociar algunos movimientos de Luciano con los de esa especie de cabra con flauta en el hocico, cabellera hirsuta y cuerno en la frente. Mientras más le miraba los vellos en los brazos y la abundancia que de ellos tenía en las piernas, menos daba con el nombre del mitológico animal para evitar que Luciano le citara otros no menos raros, que se riera a carcajadas. -Hoy quiero retirar el reloj de la casa de empeños. En mi aniversario debo llevarlo porque es un recuerdo de mi abuela. Irene le entregó dinero para un reloj que desde días atrás ella guardaba como regalo de cumpleaños. La fiesta que para reunir a los amigos de Luciano ella organizaba, los distrajo, desde tempranas horas, en el apartamento. Irene se esmeró en los arreglos por ser la primera celebración en la cual participaba desde los remotos días de su casa. Además, quería demostrarle a los vecinos su nueva situación. Eran muchas las ciudades donde había vivido sin que se ocupara de algo semejante. Irene completó los detalles por la tarde, después de regresar con las bebidas, los bocados, la torta ordenada a una pastelería. Estuvo pendiente de conocer los comentarios de Luciano cuando volviera de la casa de empeños, ocasión en que le daría su reloj. -Mi prima Irene... Este es julio, Tomás, Leonardo. La inquietud que traía, Irene se la atribuyó a la pérdida del reloj o al encuentro con los tres amigos que acababan de entrar con él. Podía haberse enterado, también, de que ella había bebido un poco de licor, mientras lo esperaba. De no mencionar el reloj, después sería imposible una cierta intimidad para entregárselo. Por lo menos, ahora, podía llamarlo al cuarto, dejando a sus tres amigos en la sala. La inquietud de Luciano fue mayor cuando los timbrazos en la puerta anunciaron nuevos invitados. Quizás se tranquilizara cuando todos se sintieran a sus anchas, cuando terminara de presentarla como prima a cuantos entraban en el apartamento. Por la elegancia, por la juventud, la atención de las personas estuvo puesta en la muchacha que llegó con los abuelos, llevados de la mano. Su nombre, como el de todos los demás, pasó inadvertido para Irene que no recordaba cuantas veces había repetido: «Irene, para servirle». O, «Irene Loredo, a sus órdenes». Cuando se estableció la confianza y los invitados empezaron a ser llamados por sus nombres, escuchó que entre las mujeres había otra Irene, por coincidencia dos Verónicas, y entre los hombres un Luciano. Las ocupaciones en la cocina no le permitían alternar con los invitados. Irene fue atraída por el cese de la música, del baile. El silencio en la sala parecía anunciar la iniciación de una ceremonia. Detrás de cuantos se habían agrupado, la sorprendió que Luciano Monedero le entregara a la muchacha, colocada en medio de sus abuelos, una cajita. Luego de abierta, él mismo mostró a la concurrencia un dije que procedió a colocárselo a la muchacha en la pulsera. Turbados por los aplausos, ambos reiniciaron el baile mientras Irene retrocedía para dejarle espacio a las parejas. Sin comprender nada de lo que acababa de presenciar, Irene se dirigió al cuatro al que no había entrado más. Fue mayor su desventura cuando miró los variados regalos de uso femenino puestos en su cama. La animación por la fiesta, después de los momentos en la sala, se le convirtió en aturdimiento, en una embriaguez desapacible. No había logrado que sus miradas se encontraran con las de Luciano Monedero. Pensaba en ello, en qué la había llevado a sumarse a los aplausos, cuando él apareció en el cuarto para tomarla de la mano. Puesto que era su prima nada había de extraño en que las señoras, unas conversando recostadas a la ventana y otras sentadas en torno de la cama, lo vieran conducirla al baño, dejando la puerta entrecerrada. -Soy el único culpable de esta situación, Irene. Cuando la gente se vaya, te daré una explicación. Quiero tu prudencia en estos momentos y, desde ahora, tu perdón. Las palabras de Luciano nunca habían sido tan cortadas, tan afectuosas, ni con mayor expresividad en las miradas. De grande, jamás le habían limpiado del rostro unas lágrimas, ni besado como Luciano acababa de hacerlo sobre los ojos húmedos. Dios debía perdonarla, como otras veces, por los sucios pensamientos de esa noche. Él, por no depender de las personas, podía proteger el afecto nuevo, distinto, que acababa de recibir de Luciano, protegerlo como a la hoja no alejándola del árbol, como al vagabundo dándole caminos, como a ella permitiéndole poner una mano sobre otra para hallarse consigo misma, en lo adelante, en el solo hecho de mirárselas. Las conversaciones y el movimiento de las parejas eran el hastío para ella. Quería ver finalizada la reunión y la atadura de Luciano a la muchacha. Las voces, la música, las carcajadas, venían a Irene como de un prostíbulo con parejas manoseándose. Tan borrosas eran las figuras en la sala que no podía diferenciar entre la pintura de las caras y los colores en los múltiples vestidos; entre las arrugas de las personas mayores y la piel de las muchachas. Recordaba que, después de la conversación con Luciano, la había sacado del baño para bailar, que mientras danzaban, las palabras buscaban otro alojamiento, que los rostros daban vueltas partiéndose contra ella. Todos fueron despidiéndose. Los últimos en salir fueron la muchacha y Luciano Monedero. Para ayudarla a llevar de la mano a sus abuelos la acompañó al lugar vecino donde habitaban. La oferta hecha por ella para ayudar en un pequeño arreglo del apartamento fue rechazada por Irene, dándole la excusa de ser la madrugada. -Se llama Verónica Puma. Reconoció el apartamento o tu persona. Acabo de tener una discusión con ella. Quisiera ahora descansar para buscar trabajo, mañana. Con o sin dinero, quiero otra vida, Irene. -¿El aniversario? Era el de Verónica. Sabrás que el medallón nunca fue mío. Se lo acabo de devolver con deseos de una mejor suerte para ella, en sus próximos cumpleaños. -¿El dinero que me diste para el reloj? Lo utilicé en comprar el dije. Aquí lo tienes si en algo puedes pagarte con él lo que tanto te debo. Viéndolo llorar no sabía si la buscaba, si el agradecimiento sería tan inmenso como el de ella hacía Luciano, por haberle dado solamente afecto de hermandad, distinto al que le demostrara durante los breves instantes en el banco. Un mueble, un camino -por qué no ella- podían ser comprensivos cuando algo estaba por morir. O por nacer, como la mañana que ahora los sorprendía, mirándose. Para acostarse en la alfombra, tuvieron que limpiarla de serpentinas, de cenizas de cigarrillos, empujar los vasos dejados en el piso por los invitados. Irene volvió al cuarto con las almohadas de su cama donde, todavía, estaban los regalos de Verónica Puma. Era, también, el momento de entregarle el reloj. Desde la muñeca de Luciano Monedero el tic-tac avanzaba sobre el más absoluto silencio, sobre los días de su permanencia en el apartamento, sobre el vaivén del tiempo, confundido. Después de todo -dijo ella cierto día- una mujer como Irene Loredo no puede dejarse enterrar por unas persianas. Al levantarlas, miró a Verónica Puma, allá en su ventana. No estaba sola, ni al acecho de los hombres que habrían de seguir llegando al apartamento de Irene Loredo, tan suyo y tan de todos. Edición digital a partir de Venezuelan short stories; cuentos venezolanos, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1997, pp. 165-179.

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