3.7.11

Rafael Cadenas


La cultura es cosa de tiempo, paciencia, lentitud. En este terreno se estrellan las velocidades modernas.  
En torno al lenguaje (1984)

29.8.10

Ricardo Azuaje


Carro rojo

Érase yo atravesando una ciudad dormida, huyendo sin motivo aparente, dibujando en la evasión un perfil de mi vida, ambiguo, como mi carácter, falso, como mis razonamientos (o racionalizaciones, según Gustavo desde su botella de vino y cultura a dos lenguas, una muerta); perdido en mis acciones buenas y viriles, en el retorno a las sanas y correctas costumbres (pero, entonces Paula); perdido en una sonrisa sin género (curioso cómo se parecen), aunque sí modo, y el niño modoso escapando nuevamente, dejando el pelero a través de una ventana de cristal y corriendo por las trincheras de la moral, el estudio, el trabajo y el futuro acondicionado en una oficina con aire garantizado por el título y cinco años de Facultad de Ingeniería de la ULA, ESTUDIAR Y LUCHAR HASTA VENCER, SI SOMOS EL FUTURO POR QUÉ NOS ASESINAN y a mí también me gustan Lezama Lima y Focus, Paula sonriendo en mitad de una manifestación de la FCU –AQUÍ ESTÁN / ESOS SON / LOS QUE ROBAN LA NACIÓN– y Gustavo más tarde en un parque de la Urdaneta ofreciendo cigarrillos para brindar por el sorprendente encuentro de tres lectores de Sterne en la ciudad de Santiago de Los Caballeros.

Érase yo atrapado entre la estadística, los ojos de Paula y una noche que Gustavo habló del desorden de los sentidos (Gustavo Rambó, no Rambo), del orden de los sensatos y del sin sentido de navegar por un solo canal en esta descuidada carretera de la vida –donde todos te gritan ¡Conserva tu derecha!– dejando virgen todo ese territorio de placer que nos rodea y tienta.

También Cocteau y un carro rojo. Pero el carro viene después, es decir, ahora, cruzando por la Treintiuno, despacio, Fairlane él, Quinientos, bajando por la Cuatro y casi parando junto a mí, que cruzo en la Treintidós y desaparezco en la oscura noche de los tiempos de beca, monte, conversaciones hasta las cuatro de la mañana en el apartamento de Gustavo, estudiante privilegiado que gozaba de tanto espacio mientras Paula y yo vivíamos en habitaciones pequeñas y apartamentos sobrepoblados. Discusiones sobre política, filosofía, literatura, música, mucho cine y vida futura. Tres ángeles con espadas flamígeras planeando siempre cómo hacer que la humanidad entrara de nuevo en el paraíso, para reforestarlo con árboles prohibidos y demás gramíneas (y cyperáceas). Ángeles no por considerarnos superiores al resto de los merideños y mortales, sino por ser iguales los tres, con las mismas aspiraciones y desencuentros con el mundo organizado y presente, por ubicarnos en la misma ruta y a la misma altura (no era cierto, pero entonces no sabíamos, no sabía). Ángeles que abordaban juntos las vacaciones, al sur del Lago, Paraguaná, Cumaná y otras regiones equinocciales de nuestro continente; que en Caracas iban juntos a cines, museos, teatros y cuanto espectáculo y sitio interesante había en la ciudad; que empujaban entre los tres el sueño de Gustavo de ser escritor (aunque estoy demasiado influenciado por mi especialidad, en pleno trópico aparece Calíope en chorcitos y no logro quitarme de encima a la grecorromana, es una lucha), la ambición de ser actriz de Paula (pero me aterra el miedo escénico), y la mía de dedicarme a la investigación y trabajar en Amazonas (no quiero encerrarme en una oficina, quiero aventura, quiero selva).

"¿Qué decir de las amistades apasionadas que hay que confundir con el amor y que son otra cosa, sin embargo, límites del amor y de la amistad, de esa zona del corazón en que intervienen sentimientos desconocidos y que no pueden comprender los que viven en serie?".

¿Qué decir Jean? Que éramos Gustavo, Paula y yo, creadores de un tríptico autorretrático, monstruo amoroso de tres cabezas, cada una puesta en una carrera y una vida, y mejor no sigo por ahí porque no lleva a ninguna parte, igual a este caminar sin rumbo en una ciudad cubierta por la niebla y un Fairlane que vuelve a hacer deliberada y lenta aparición, otra vez frenando un poco y yo cambiando de acera y mentalidad después del título, toga, birrete y trabajo en Barinas, más tarde Ministerio del Ambiente en Caracas, funcionario público, salvaguardado mi patrimonio por la ley y Gloria también sonriendo, pero no en una manifestación, en la fuente de soda de un centro comercial; tampoco hablando de Lezama Lima o Tristram Shandy, más bien de asuntos de la oficina, postgrados y del azar que hizo imposible que nos tratáramos en Mérida estudiando la misma carrera y con sólo un semestre de diferencia, y que ahora trabajemos juntos y salgamos a menudo y cualquier noche nos demos cualquier número de besos en un rincón de su apartamento arreglado con gusto y alevosía.

Cuatro años, a punto de perpetrar vida conyugal, estabilización total, y entonces este arranque, ganas de volver a la ciudad donde tanto aprendí (no precisamente en la universidad), aprovechar unas vacaciones y venir solo a reencontrar el espacio que Paula, Gustavo y yo inventamos con nuestros largos paseos y al que bautizamos Mérida, por parecernos el nombre adecuado para esta meseta cubierta de casas, parques, iglesias y aquejada de universitas emeritensis (POR UN JUSTO PRESUPUESTO). Gloria preguntando por qué no puedo ir amor y yo sin una respuesta ad hoc a mano, aun así rechazando su cálida compañía, tan dulce y adecuada a esta ciudad de frío y neblina.

Érase yo en una ciudad cambiada, cambiado también, asombrado por los nuevos puentes, paseos, edificios, tascas, restaurantes vegetarianos y demás elementos del inventario que levanté los primeros días de soledad y fastidio, a punto de abortar la búsqueda del tiempo perdido y regresar a Gloria, la de los níveos brazos, la de tiernas y telefónicas recriminaciones por dejarla sola en una ciudad de cuatro millones de alienados –menos uno– mientras venía a divertirme en esta sede del derrape y la nostalgia hippie (MÉRIDA ES DE PINGA, TODO EL MUNDO SINGA). Érase yo que no me decidía a volver porque había venido buscando algo, lo que perdí al abandonar la ciudad, al romper el contacto con Gustavo y Paula, con los gérmenes de un mundo personal que prometían. Qué prometían. Paraba en cualquier esquina y preguntaba al ingeniero Félix si acaso no estaría inventándose problemas o intentando revivir situaciones y momentos que cumplieron su ciclo y tiempo cuando les tocó, es decir, entonces. En vez de una respuesta franca y definitiva: un carro (un Fairlane llamado Deseo), esta vez cerca de la plaza Bolívar y ya no puedo dudar de su juego nada difícil de adivinar, lo conozco, en otros tiempos pasé varias veces por él, en estas calles. El carro se acerca, me sigue tímidamente (un Dodge, un Toyota techo de lona), da algunas vueltas para acumular energías y derrochar gasolina, finalmente se detiene, el conductor, con su mejor voz, pide un cigarrillo o pregunta adónde voy, después se ofrece a llevarme. Mi táctica fue siempre ignorarlos, como esta noche, empeñada en desplegarse sobre un mismo tema, en llevarlo hasta el fin (para eso viniste, y vuelve a llenar las copas).

Érase yo, el gato Félix, el que rompió todos los contactos con las otras cabezas del monstruo, cuestión de no quedar convertido en piedra, en sal de fruta o algo peor; ángel caído buscando alejarse de ese cielo triangular lleno de exigencias y límites a romper, buscando refugio en otra frase de Cocteau: "Vivir es una caída horizontal", y entonces no es posible aferrarse a un punto de la caída, Gustavo, hay que seguir y contar nada más con lo que tienes a mano, que siempre será menos de lo que esperabas o querías. Gustavo no se da por aludido, estira las piernas y dice no es a mí a quien quieres convencer y Paula no tardará en llegar. Y no es a Paula tampoco.

Pálida Paula de Escuela de Historia, pálida y perdida Paula, vuelta a encontrar en la plaza Colón, por puro accidente y autobús azul, de la universidad, bajando de él ante mis incrédulos ojos (nunca tuviste mucha fe visual, san Félix, dijo más tarde), pues no era posible que todavía fuese estudiante. Y no era, profesora abrazándome y exclamando ¡Félix, tú aquí! De lo más histórica y romana. En el Santa Rosa, reconstruyendo nuestras biografías entre empleados de bancos, italianos viejos y ociosos, marroncitos y una caja de Belmont, por favor. También la de Gustavo, que perdió el apoyo de su familia, abandonó la carrera y se convirtió en escritor a tiempo recortado, trabajando en cualquier cosa para mantenerse y viviendo ahora con Paula, la de los labios temblorosos una noche extraña y lluviosa en que un compañero le falló y estuve como amigo que presta su hombro y oreja al consuelo. Hablando de sus liberaciones, intentos de ir más allá de los clichés acerca del amor y el fullcontact. Es un engaño, Félix, te dicen que sí, que están de acuerdo y comprenden tu posición, pero en el fondo te consideran una puta inteligente y nada más, o les da por el lado evangélico y novelero y pretenden recuperarte para su mundo, como si fuera el único posible, el mejor, y a veces me pregunto. Le hablo de mis dudas, posiblemente pertenezco a la misma clase de gente que execra. No, tú no, Félix, tú estás conmigo, con nosotros, somos compañeros de ruta. Tampoco yo soy muy lúcida, vivo dando y recibiendo trancazos, pero sigo buscando, como tú, piedra pequeña. Un beso suave, un abrazo. Un cambio apenas perceptible en nuestras relaciones, pero que Gustavo registró y anunció una tarde que bajábamos por la Cuatro devorando una bolsa de churros comprados cerca de la plaza Bolívar, entrando en tema y calor con una frase de Regis Debray que anuncia que toda amistad con una mujer no es más que un largo camino hacia el coito, más o menos machista la frase pero hasta cierto punto cierta, más con Paula que era extremadamente sensual y decidida a la hora de pasar al contacto de los cuerpos amigos. Gustavo nos observaba, pero no era un verdadero espectador, de algún modo estaba adentro y el río de actos y palabras que me llevaba a Paula, tarde o temprano –de noche seguramente– desembocaría también en él.

Exámenes finales en todas las materias, en todos los sentidos, no del todo desordenados, asustado y emocionado al mismo tiempo por el curso que tomaban nuestras amistades (era una amistad plural, tres en una, como cierto misterio cristiano y cierta pulitura de muebles de madera).

Fue el miedo, también las pasantías, me obligaron a salir de Mérida y a pasar tres meses en los bosques de Guri, demasiado tiempo ocupado con la biomasa como para pensar en los ríos que van a dar a un estudiante de Literaturas Clásicas, que es el morir. Fue el miedo y la necesidad de preparar los resultados, sacar las conclusiones y presentar el trabajo al jurado, que lo consideró mediocre, pero aprobable, igual que su autor, rehuyendo el encuentro con los seres que más amaba, por. Fue el miedo, el título y la misma sonrisa de Paula invitándome a cenar en su apartamento esta noche, habrá tortilla española, arepas andinas y Gustavo.

Y el carro que no aparece, han pasado más de veinte minutos, un Malibu, dos Fiat, un Toyota y ningún Fairlane. ¿Será que se cansó de merodear una presa que no mostraba ningún interés en ser presa, o acaso habré perdido mi sex-appeal para los conductores morbosos y trasnochados? En todo caso, he perdido la angustia, ahora gozo de una desesperación fría que se confunde con la temperatura y temperamento de la ciudad, soy parte de ella, o al menos me parezco que jode. Como ella, no termino de definirme, no soy ni ciudad universitaria ni típico pueblo andino, ni chicha ni limonada; aparento ser muy libre –Félix es de pinga– y de avanzada, pero, a la hora de la verdad, soy más conservador que Ejido o El Vigía –sólo el domingo singa. Soy engañoso: potencialmente capaz de hacer y dar maravillas; en la práctica, un ingeniero forestal que cumple con su horario corrido en el ministerio. Gustavo dibuja una caricia en el aire que rodea mi cara y dice no debes torturarte, las ciudades nunca terminan de construirse mientras viven, nunca son definitivas. Estás vivo, tienes tiempo, toda una noche. Puedes esperar a Paula en su cuarto.

Soy yo frente a la puerta del apartamento de Paula, al lado de una ventana, curiosa, porque da al pasillo. Un edificio diseñado en el más puro estilo gocho, diría Gustavo. Mentira, no dice nada porque no está presente. No ha aparecido en toda la tarde y seguro no vendrá esta noche. La sala llena de libros y discos, pocos muebles, apenas dos sillones y una mesita abarrotada de revistas, con una estatuilla hindú presidiendo el desorden, horrible, con tres ojos, seis brazos y en posición de loto. Paula regresa de la cocina con dos copas de vino y vistes mucho mejor ahora, en cambio ella con unos jeans desteñidos y una blusa florida y transparente que deja entrever senos libres de sostén. Venía preparado para una cena formal, donde se hablaría de nuestro pasado con mucha cortesía y buen humor, no es así, es un encuentro cálido que juega con el tiempo y nos devuelve a pocos meses antes de graduarme.

Comemos en la cocina, hago algunas bromas sobre la ventana y Paula piensa poner una reja. Es fácil forzarla. La sobremesa es en la sala con música de Weather Report, "Mercado negro", no ocupamos los sillones, nos sentamos en una vieja estera con las piernas cruzadas –como la estatuilla– y cada uno va dejando caer pedazos de su vida por riguroso turno. La decepción es la constante, el hilo conductor de Ariadna que guía a Teseo fuera del Laberinto, a los labios de Paula. Ruidos en el pasillo, golpean la ventana y nos separamos, sin sorpresa, ambos esperamos la llegada de Gustavo, la deseamos. No vendrá, ni siquiera sabe que estás aquí. Te sorprenderás cuando lo veas, ha cambiado mucho, se ha vuelto introvertido, descuidado en el modo de vestir, él, que se consideraba el último dandy criollo. Bebe y fuma mucho. Pero, al mismo tiempo, se mantiene, sigue creyendo en aquellos principios que proclamamos cuando éramos estudiantes, no se ha traicionado. Lo dice de tal forma que nuestro encuentro se convierte en una reunión de desertores que traslada la sede y la botella a su cuarto, pero antes cierra la puerta principal con llave. Esta noche eres mi prisionero. Al encender la luz nos encontramos ante un afiche de Ifigenia, de Cacoyannis. Sacrificada a los dioses, como todos nosotros cualquier día hábil de la semana. Me burlo de su culto pesimismo y ella responde con un almohadazo, después la blusa abandona su torso con facilidad y Grecia retorna, pero sin sacrificios propiciatorios, o sí: hacemos un holocausto con nuestras ropas, las palabras quebradas por el uso y la rutina, con los años que precedieron a este encuentro, con el miedo y Paula borrando mi memoria con ternura táctil, pero no su ausencia.

De un forestal en el infierno: una noche senté a Paula en mis rodillas –y pensaba en Gustavo.

Me siento en un escalón de la catedral a decidir mi destino, cara o cruz: ir al hotel o volver al apartamento de Paula; tocar el timbre o entrar por la ventana; cuál cuarto abordar. Ahí están, pensé que no volvería a verlas, las garzas locas –según Paula– volando de noche sobre la plaza Bolívar, entre la neblina, primero en una dirección, pocos minutos después, en dirección opuesta, como si estuvieran perdidas. La primera vez que las vimos bailamos de la emoción, era un espectáculo completamente inesperado y hermoso. Los tres coincidimos en que era una señal mágica, los dioses nos favorecen gritó Gustavo y Paula le sacó la lengua, después un policía nos sacó de la plaza, por escandalosos. Cómo debo interpretar su vuelo esta noche. También el Fairlane rojo, un pájaro de raro agüero que esta vez detiene su marcha y hace señas para que me aproxime. Recuerdo los cuentos de Gustavo sobre algunas de sus aventuras nocturnas: en ese momento subir al carro es jugar a la ruleta rusa, no sabes con quién vas a encontrarte ni hasta dónde van a llegar, es el sexo o la muerte, o ambos. Todo depende, es posible que el tipo sea peligroso, pero esa noche no esté "cargado". Si lo está, es altamente probable que aparezca varios días después en la primera página de Frontera con un titular triste de joven maniatado and dead. Pero es una delicia jugar. El muy original quiere un cigarrillo, no puedo ver su rostro, lo protege la oscuridad del carro, más fuerte que la otra. Le digo que no fumo y reinicio el camino en sentido contrario, para que no me siga, es el camino que me llevará de vuelta al hotel. La suerte está echada, en una cama revuelta por nuestros sentidos, mirando con ojos que todavía dominan los sueños, preguntando a qué hora vendré hoy. Tengo que dar clases hasta las seis, pero si vienes antes es posible que encuentres a Gustavo, por si acaso, deja una nota en su cuarto. Plácida Paula.

Abro la puerta despacio, pero no está, aunque se siente su presencia. Un colchón en una esquina con tres cobijas de distintos colores amontonadas y formando una montaña coronada por un interior blanco. En el piso varias botellas vacías de vodka y miche, dos ceniceros llenos y otras colillas regadas bajo un pequeño escritorio con una máquina de escribir rodeada de papeles. Dos afiches, uno del último Festival Internacional de Teatro, una mano con seis dedos; el otro pegado en el closet, Marlene Dietrich mostrando sus magníficas piernas (Der blaue Engel), a su lado, una foto descolorida hecha por una cámara de revelado inmediato. Tomada por Paula en alguna de nuestras excursiones al Valle, Gustavo y yo abrazados, él mirándome. No recuerdo el momento, pero entiendo, y sé muy bien –sin saber cómo– que la mirada continúa, no ha concluido. Una hoja y un libro tirados en el suelo, el libro es Niebla, de Unamuno, la hoja es bond tamaño carta y con algunas líneas escritas a máquina. "Una mujer en la fuente de soda de un centro comercial, una ventana siempre y yo esperando inútilmente el hombre que no ha de llegar, ni aun a través de mi escritura". Tomo un lapicero y agrego: un hombre ha llegado, tal vez. Félix. Pego la nota con un chinche en un muslo de Marlene y salgo. Antes susurro, volveré.

¿Eres tú? Tienes casi una semana en Mérida y no has vuelto a tener la delicadeza de llamarme. Disculpas vagas, justamente en este momento iba a. Tu voz, es distinta, ¿estás enfermo? Quizás, el clima, las amistades, una mujer en una fuente de soda, un deseo al borde de la liberación; o quizás esté a punto de curarme. Claro, me cuidaré. Me quiere y espera que regrese pronto.

¿Soy yo? Nuevamente ante la puerta de su apartamento, antes de las seis. Toco el timbre y Gustavo abre la ventana. Ha vuelto el hijo prodigio, tendremos que celebrar. Cierra la ventana y aparece en la puerta con un abrazo cálido que me levanta del suelo. Desde que leí tu nota no he podido estar tranquilo, de hecho no hice nada en todo el día, sólo esperarte. Nuestra conversación es un caos al principio, salpicado de vodka y más tarde, después de las seis, de una botella de vino chileno. Deja atrás la euforia con que me recibió, ahora me contempla sosegado desde la cocina, prepara una ensalada mientras pongo un disco de Keith Jarret que me gusta mucho, Treasure Island. Me acerco a la mesita de revistas y tomo la horrible estatuilla hindú. No es hindú, es japonesa, Aizen Myo, dios del amor, menos popular que su colega griega por estos lares. Tiene tres ojos, tres miradas, como nosotros, y todos nuestros brazos. Japón nos comprende, chamo.

Paula no llega, cenamos y le dejamos comida en el horno, nos acomodamos en los sillones y pasamos un rato en silencio. Esta noche reproduce la anterior como un espejo, somos la imagen invertida, en género y ubicación espacial, pero en esencia. ¿Terminará igual? ¿Quiero? ¿Por qué volviste? Busco una respuesta clara, hablo de Gloria y del matrimonio en ciernes, de una vaga insatisfacción que no llega a oprimir, pero que tampoco desaparece. De una historia inconclusa, de cierta frase de Regis Debray que adquirió otras connotaciones, prolongaciones. Todo esto con voz temblorosa, con una voz distinta. ¿Estaré enfermo? No, estás donde quieres, Félix Odiseo, a punto de terminar tu largo viaje de cuatro años, pero no en la Ítaca donde reinan los tejemanejes de Penélope Glamour, sino en Ogigia, la isla de Calipso, la ninfa. La ninfa es Paula. No, la ninfa puede vestir muchas caras y cuerpos, puedes ser tú, Paula, Gloria, yo. Por qué crees que Ulises permaneció siete años en esa isla, Calipso nunca era la misma, el mismo.

Una conversación muy clásica y peligrosa. Pero es una delicia jugar, acercarse, dar vueltas sobre el punto donde finalmente caeremos (¿caeremos?). Sin embargo, el viaje no ha terminado, ¿verdad? –llena de nuevo las copas– y no se vale que te remolque hasta un cuerpo seguro, debes llegar sin ser forzado. Es tarde ya y Paula no da señales de vida, no comprendo por qué se ha tardado tanto. Quédate, ella vendrá, nunca duerme fuera del apartamento, puedes esperarla en su cuarto, o en el mío. Deja el sillón y la copa de vino, la retórica y la prosódica, la discreción y me besa en los labios. Pasa llave a la puerta principal –este mes han robado varias veces en el edificio– y se va a su habitación.

Me levanto desconcertado y con un corazón que late furioso, voy al pasillo donde están los cuartos. Las puertas enfrentadas, entre Escila y Caribdis (para seguir con la onda homérica), a punto de naufragar en el deseo. Solicito una tregua y tomo el cuarto de Paula como zona desmilitarizada, trato de razonar, pero mi mente está cubierta por el rostro de Gustavo, por su mano tomando la mía mientras me besaba, por el contacto de su lengua. Es cómico, o triste, pero estoy deseando que Paula llegue para acabar con esta ansiedad, sólo ella puede rescatarme, y al mismo tiempo no quiero ser salvado. Además, ella no vendrá. Sabe, los tres sabemos.

Fue el miedo, la necesidad de escapar buscando las llaves en la sala (en su cuarto la luz prendida), haciendo el menor ruido posible (en el cuarto su cuerpo esperando). Búsqueda inútil, sensación de haber caído en una trampa, dulce, pero trampa al fin. Entro a la cocina a servirme un vaso de agua y en plena resignación redescubro la ventana, corrediza. Fue el miedo, siempre cortándome el camino, evitando que llegue adonde soy esperado, donde también yo espero. Miedo a entrar en una dimensión que va más allá del cumplimiento del deseo, porque si entraba a su cuarto ya no volvería a ser el mismo, no podría volver con tranquilidad a mi aburrido horario de oficina, a Gloria y al matrimonio, a mí mismo. Pero vuelvo al hotel, a mi habitación católica, apostólica, viril y económica. Y no puede ser, otra vez el Fairlane, los faros que iluminan y barren de golpe todo ese futuro acartonado –¿por tan poca cosa escapé?– que me espera. No se detiene a mi lado, no me busca, estaciona en la otra acera y apaga las luces.

El juego ha terminado, o está comenzando. Cruzo la calle, abro la puerta y subo. ¿Soy yo? No, soy Gustavo.

Ricardo Azuaje (Altagracia de Orituco, Venezuela, 1959) es escritor. Ha sido adjunto a la secretaría general del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos.
Obra: Pulo, ver su blog aquí
Fuente del cuento: Editorial Memorias de Altagracia

5.2.09

Salve Adriano...


ADRIANO GONZÁLEZ DE LEÓN

"Perderse después en las sombras del fondo, donde la pared estaba abombada y se decía que había escondido un tesoro, perderse así con su sombra que era tan delgada porque era sombra de huesos, con sus viejas pantuflas de pana que no sonaban y parecía que anduviera por el aire. Perderse así era meterse con los muertos o qué sé yo y se podía pensar que andaba buscando su tesoro." Fragmento de País portátil en El poder de la palabra


"Sólo hay un presente que puede proseguirse: el día inexistente, el que no malgastamos día a día, esa hora lujosamente imaginada contra la cual no pueden gigantes ni quimeras ni endriagos ni huracanes. Por ello, corren arroyos sin decirlo, apenas tendidos entre el verde y las nubes que han copiado. Jamás enturbiaré los manantiales para decir que moriré de sed por ti. No es esa buena pista. Porque tú no intervienes. Quiero jugar a prueba tu crueldad. Basta que consideres en qué estado me has puesto por no saber que existo. Este amor lamentoso vive porque no ha nacido en ti, porque no sabes que desfallezco y caigo y prefiero canciones y tormentos por tu desdén que es un desdén que amo." Fragmento de Huesos de mis huesos en El poder de la palabra


Retomando Senderos de mi risa nada mejor que celebrar a los que ya se han ido, los que ya no están -al menos físicamente. Adriano González de León cambio el destino de las letras latinoamericanos con su novela País Portátil. Muchos ni siquieran conocen su obra, por eso he querido nombrarle, reunir aquí algunos comentarios, reseñas, entrevistas y opiniones sobre sus letras. Espero que siembren en ti las ganas de comprar sus libros y leerlos: de revivirlo.


Uno
Adriano González de León

Anda uno así, como si hubiera despertado de un sueño no tenido, así, todo despabilado y con grandes ojeras porque se ha pasado la noche dando vueltas en la cama, o mejor dicho, en el bar, en los bares, por donde quiera, qué sé yo, imaginando la ciudad sobre ruedas, la cuidad que pasa entre nubes, uno corriendo por avenidas de árboles cortados, árboles que se multiplican, y doblan la carrera de uno, aceras muy altas donde jamás se trepa tu corazón, mamposterías siniestras, altos edificios fríos con terrazas de vidrio, lugares sin amos, rincones secos, toldos amenazados por el viento y esos papeles que brillan a lo lejos, esos desechos de escritura, pedazos de cartas, creo yo, que un día te escribí y no me contestaste y la rompiste, como se rompen todas las cosas que ha uno le duelen, el primer juguete, el payaso de madera que hacía maromas cuando se apretaba así, aquí abajo, donde se juntaban las dos piernas y había un travesaño que le imponía las reglas de su movimiento, las reglas de la maestra en la escuela, para que fuéramos prudentes y buenos hijos de la patria, pero tú eras solo un payasa desmelenado y yo más payaso que tú con mis miedos y mi media lengua y mi aritmética sin hacer, esos malditos problemas de regla de tres, que nunca entendí, porque eran regla de uno, sólo uno tenía que resolver esa barbarie de tres es igual a X, cuando el problema, la trigonometría, la regla de cálculo, las hijueputeces, eran sólo uno, sólo uno, el número del comienzo donde no había posibilidades de regresarse ni posibilidades de avanzar, porque era muy difícil todo ese camino lleno de sustracciones y multiplicaciones y restas y divisiones y uno quería ser uno porque el camino de los sueños prometía muchas ansias.
¿Qué se soñaba allí? Bastantes cosas, si lo supieras. Demasiada geografía. Puro mapa en tela de hule o tela brillante. Las tierras y los sueños eran puro mapa. Y las cosas muy arbitrarias, porque los dinosaurios se mezclaban con la catedral de Nuestra señora de París, o Notre Dame, como decía la maestra, en su elegante francés. Pero yo no entendía que las cosas o los asuntos se montaban unos sobre otros. No entendía, pero me gustaba. L flora y la fauna confundidas con Bolívar y Napoleón. Tierras más arriba, es decir regla o puntero más arriba, porque estábamos en la salita pobre de la escuela y la única manera de avanzar sobre el mundo eran los gráficos, el mapa sobre todo, aunque para los efectos de la clase de ciencias también estaba el cuerpo humano lleno de venas y estirones y sangre, lágrimas que siempre me dieron miedo y parecían un turno de farmacia, pero no era eso de lo que hablaba sino lo que estaba más arriba de Napoleón y Bolívar, lo que se doblaba y desdoblaba cerca del Polo Norte, en el estrecho de Bering.
Y luego Groenlandia, donde ya era imposible seguir, porque en mitad del hielo había una casita llamada iglú, y eso me daba mucha risa, porque nadie podía vivir entre letras y quejidos de oso, y sobre todo, según dijo la maestra, en casas parecidas a cubetas de frigidaire, como se llamaban las neveras o heladeras que llegaron por primera vez. El mapa se descorría luego en promontorios, estrechos y volcanes. Todos juntos. Era lo más complicada nuestra manera de ver. Uno quería ordenarlos mejor que el autor del mapa. Mejor que lo dicho por la maestra. Uno ponía todo eso en su sitio, porque el orden de la tierra, del mundo, tenía que tener la medida de nuestro corazón. Pero el mapa o lámina no salía ganando.
Nuestro orden ponía el osito de los lugares fríos en el país tropical, porque allí estabas tú, donde querías que en tu cumpleaños te regalaran un peluche para tu regodearte con sus ternuras y sus regalaran un peluche para tu regodearte con sus ternuras y sus bobos y tu qué sé yo y tu no quererme a mí.
¿Qué es lo uno busca lleno de esperanzas? Bueno, esa lucha cruel, me decía yo. El que no te asomaras a la ventana cuando yo te silbaba. El que te hiciera la loca cuando salías del colegio Madre Ráfols, colegio de monjas como un panal de abejas visto desde el cerro, cuando los muchachos tontos, que éramos nosotros, nos montábamos en la piedra más alta para mirarlas a ustedes en el recreo y creer que las podríamos ver y que ustedes nos podrían ver, pero yo sabía, y nunca se lo dije a ninguno, que la vista no llegaba tan lejos como el deseo nuestro y por eso era mejor elevar un volantín, llenarlo de colores, fabricar su cola entorchada con telas de distintos recortes y enviarles un mensaje por la cuerda, mientras lo hacíamos caer, con rebotes, sobre el patio del recreo, para gran estruendo de las monjas y las celadoras y las internas que sabían que ése era un mensaje de los cielos, enviado por nosotros, con la intercesión, pensábamos, de María Auxiliadora.
El hilo se enredaba en las piedras y nos arrastrábamos entre las espinas, ramas secas, troncos filosos, vidrios rotos, trozos de tela vieja, arenas coloradas, porque estábamos, o estaba yo, empecinado en esa fe de tocar tu pelo de virgen, tu manto azul y las flores tan ansiadas, las flores que para ese momento cubrían todo el cielo bajo un ramo de luz, bajo un ramo de colores que iba de un cerro, atravesaba toda la ciudad, como un arco iris que se desangra y un olor a lluvia fresca sin llover, un olor a nubes que se han quedado quietas y ese resplandor de otro mundo, de otro paisaje pintado al atardecer, mientras algún bosque, algunos bosques como arboldorados como árboles de los libros, como los animales pequeños que sufren en las cacerías y se desangran después en el mercado, porque corrían por los pastos para dar su amor y la verdad era de ellos, como yo, habían perdido la ilusión.
¿Sufría uno? Claro que sí. Por las noches había calenturas, toses, insomnio, mal dormir. Sobre todo hacía mucha sed y daba miedo pararse a buscar agua en el tinajero del corredor. Salían muertos. Salían ratas. Salían ruidos extraños. Pero había que ir y darse tropezones en las rodillas con los materos, chocar con las sillas que no existían durante todo el día, pensar que esa lucecita a lo lejos, en el solar del fondo, no era un cocuyo sino el ojo de un muerto, el muerto que corría después en forma de bola encendida por la barba de don Demetrio Juárez, la barba de la casa grande donde pudo haber sido enterrado un baúl con monedas de oro y correas de plata y uniformes de la Guerra Federal. Todo eso era como un castigo. El precio de un castigo. Porque uno no tenía por qué estar corriendo esos riesgos con los fantasmas, estar solito en plena noche, contra el sereno de la huerta, pensando en ti que no pensabas en mí, y todo se hubiera arreglado si hubieras puesto los labios así, en forma de cucurucho, desde lo lejos, desde la baranda del palco, en el Cinelandia, y hubieras movido la mano de la boca hacia los aires y con ello hubieras echado a volar el beso que nunca llegó. Pero el vacío entre el patio y tu sillón de preferencia era muy grande. Yo estaba a la intemperie, porque los cines de ese tiempo no tenían un techo para las localidades baratas, no tenían ni siquiera sillas, sino unos duros bancos de madera, alineados, con dificultades para ver la pantalla, con dolores en la espalda y un olor a meaos y cera de chicles y solamente quedaba tirar los ojos al cielo para simular distracción y encerrarse otra vez en el chorrito de humo, en la luz que venía desde las máquinas de proyección hasta la tela blanca del fondo, hasta la pantalla de lona donde también el muchacho de la película estaba vacío de amar y de llorar.
No me sentí traicionado, lo digo ahora. Me sentí peor. Me sentí dejado a un lado, como se decía entonces. Me sentí, cosa que no se cuenta, muñeco en el rincón, ruedita de reloj que jamás tendrá sitio, bicho que camina hacia ninguna parte por entre las hojas secas, bicho que no me molesta, hoja en la orilla de la piedra, ramita, pedacito de tronco, flor oculta, rama olvidada, pluma de pájaro reseca, piel de culebra que ha mudado, hormiga en extravío, gotas que nadie escucha, pluma que ha dado vueltas en el cielo sin saber donde irá a caer, campana que nadie oye, qué sé yo.
No te hacía culpable. Tú no eras mala. Pero eras lejana. No entendías cómo mi pecho se alzaba como el pecho de los cantantes en las veladas, como el pecho del que no puede dormir y las tías deben traerle el ungüento para las brujas y los pájaros negros lo dejen dormir. Pero quien no dejaba dormir eras tú. Por no mirarme cuando junto a la pila de agua bendita, cuando me subí al altar mayor para apagar las velas, cuando me puse a repicar las campanas como si en cada golpe te diera los pedazos del alma, los trozos del amor como decía una revista que vi yo en la estafeta de correos donde la señorita Herminia, que la ocultaba con mucho pudor, porque en las noches podrían venir los diablos a llevársela en cuerpo, en cuerpo solamente, porque ya el alma la había perdido en prenderle lámparas a los santos y puro rezar.
El asunto, después, consistió en investigar si yo tenía un corazón. El mismo que perdí. ¿ Pero lo perdí cómo, cuándo, en qué condiciones, cuál grado de culpabilidad, qué grado de intención? De hacer memoria, recuerdo que hay una carretera larga, una promesa de cuidad en vez de pueblo, una catedral en lugar de iglesia, unas palomas volando y un carrito de heladero con una campana para que vinieran todos los ángeles del mantecado, la fresa, el chocolate, el durazno y el limón. Más tarde, el parque se volvió lleno de árboles y bancos. Se volvió de parejas. Se puso de color. De gente que se besaba bajo las matas de acacias. Las matas, o la mata, o el tronco seco, donde nos besamos tú y yo.
Pero después, en ese mismo parque, tú andabas vestida de azul, disfrazada de azul, casi parecida a una estrella, casi aquella tarde de la película, casi lo que fuera... y yo te fui a esperar y compré un ramo de astromelias y barquillas que derramaban su helado de tutifruti y me paré en la grama más limpia, desde el lugar del parque donde todo se podía ver, donde tú no me podías olvidar, cargado de flores y regalos, donde no era posible que tus ojos no vieran mis presentes, lo que llamaban ofrendas en los libros, que no vieras mi ilusión y dieras vueltas en los árboles de colores donde me quedé solo para llorar tu amor. Al pasar mucho tiempo, Dios te trajo a mi destino. Digo yo que Dios porque a quién sino a Dios se le hubiera ocurrido llegar tarde y no pensar de que manera yo te podría querer. Dios se distrae por allí y olvida los amores pobres que uno tiene, mis amores por ti, mi por ti muero y mino puedo vivir sin ti. Dios es olvidadizo o se burla de nosotros. No es para que nos enojemos. Son cosas de Dios. Pero Dios no tenía por qué ser tan pendejo hasta el punto de no saber cómo yo podría quererte. Entonces me puso a sufrir como aquél. ¿Quién sería aquél?... ¿Quién?... ¿Aquiles herido en ese potrero? ¿El muchacho de la historieta tan burlado por su propia espada? ¿Un tal Romeo sin una cuerda para subir a la ventana? ¿Quijano el Bueno con su única carta como bandera? ¡Coño! Todo eso me lo aprendí en la escuela o quisieron enseñármelo y así paso.
Por eso sufrí tanto. O sufrió otro llamado aquél . Ese que sufre en vida la tortura de llorar su propia muerte. O un poeta amigo que yo conocí y decía: ¡ Ay si mi muerte muriera!... Otro que hablaba de un muerto enamorado. Y el viejo Antonio que sentía un golpe de ataúd como algo perfectamente serio. Porque en el antiguo cementerio los muertos están ebrios de lluvia antigua y sucia... Y hay que llorar la propia muerte. Como decía alguien: ¡No quiero la muerte de los médicos! ¡Quiero mi propia muerte!. Y se murió lleno de complicidades con el silencio, como su antepasado, ese que se fue con un Cristo de metal clavado en el corazón, hasta que las putrefacciones lo hicieran más digno.
En otras partes, otras gentes, más campesinas, lloran su propia muerte. Yo las he visto entre pastizales, basuras y zamuros asomarse a los cielos. La muerte propia tiene sus muñecos particulares. Algunos sonríen, porque no tienen miedo. Otros bailan porque la muerte es un compás. Otros se ponen con manos de imploración porque se van al cielo, a cualquier parte, en cuerpo y alma. Los dioses de mi lugar son tan generosos, que no les preguntan a los cadáveres a qué cielo pertenecen. A ellos les da lo mismo la eternidad.
Pero como eres buena vas a salvar mi esperanza con tu amor. No queda más nada. Ponte a fabricar muñecos de papel de periódicos, haz cintas, cose, canta una canción. Si te pones a pasear por el supermercado, mirando las vidrieras, como quien ve y no ve, te vuelves una reina de los cuentos, porque todas las reinas son indiferentes, seguras, no miran hacia ningún lado porque saben que todos las están mirando, sobre todo un idiota como yo, que mide cada centímetro de tu blusa, los empujes de tus senos, así, tan como frutas y después bajo hasta tu falda cortita, hasta tus piernas provocativas, tenues, exhaustivas, singulares, piernas lisas, llameantes, para besarlas en sus pequeños vellos medio rosados, para que hicieran ese gracioso arco en el paso de la registradora, donde cuadraban el balance de las compras y ya tú te ibas para siempre dejándome solitario entre las frutas, los dentríficos, las pastillas de menta, unas hojas de afeitar y el pequeño almanaque de regalo.
Quizás a esta distancia uno no ve mucho porque está ciego en su penar. Asunto de verdades. Porque, ¿quién diablos está claro con tantas lágrimas en los ojos, con tanta neblina sin explicación, con tanto rocío que ha bajado de las nubes para que los pájaros le nieguen la vista, para que los muñecos que representan los muertos, muertos de uno y de otro tiempo, nublaran las tardes y entonces uno no te pudiera ver con alegría porque la pesadumbre era lo propio en ese pueblo como la pesadumbre es lo propio de esta avenida, después del supermercado, con todas las luces encendidas y los autos pasando sin cesar, los autos rojos y amarillos y la luz verde que finalmente los deja pasar para que tú te vayas con tus compras a otro lado de mundo y te pierdas en las pasarelas de los edificios donde ya no se te puede ver porque uno está tan ciego en su penar.
Hay, no nos engañemos, un punto cruel. Habría que ubicarlo en otros límites, allá donde los árboles se vuelven marrones de puro disolverse en hojas, allá donde los edificios no son más edificios sino marchas borrosas que no abrigan a nadie, porque loa afiches y las rayas de tizne y los escritos insolentes no les permiten una vida independiente y además casi todos los locos desmesurados del barrio depositan allí sus orines, ponen sus meaos tiernamente en las paredes laterales mientras los bichitos y las hormigas marcan su caminata interminable, su ejecución patriótica en torno a la edificación, su silencio y su llanto nocturno que las asociaciones de vecinos jamás podrán ver ni sentir porque el viento de la noche se les escapa como un pájaro extraviado o un mendigo que recoge pedazos de cartón en la hora más solitaria donde a veces se escucha un grito cruel. ¿Por qué cruel? Porque el odio es el punto muerto de las almas, es la tumba que cavamos desde niños, aquella tarde de la escuela y de la plaza, el desencuentro, el no habernos tropezado en la ciudad radiosa, porque en el pueblo y la ciudad, si tú no apareces, como no apareciste aquella vez, si no apareces como deberías aparecer ahora, todo se convierte en un tumba horrenda del amor, se pierde la ilusión, y se maldice, porque uno se ha quedao sin corazón. Fuente: Ficción Breve Venezolana

Biografía


Nació en Valera, en 1931. Narrador y poeta. Egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela. Sus empleos diplomáticos lo llevaron a Buenos Aires, París y Madrid. En 1955 contribuyó a la formación del grupo Sardio, integrado por escritores y artistas plásticos. A la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, en 1958 y hasta 1961, Adriano González León editaría la revista homónima, caracterizada por su compromiso político revolucionario y la difusión de escritores. Colaboró además en Letra roja y El techo de la ballena. Se inició en la narrativa como cuentista: Las hogueras más altas (1959), Asfalto-Infierno (1963) y Hombre que daba sed (1967), recreando atmósferas urbanas y campesinas en un clima de sombrío dramatismo. En 1968 obtuvo el premio Biblioteca Breve (Barcelona) por su novela País portátil, donde contrasta el mundo de la decadencia patricia rural y el de la guerrilla ciudadana de los años 60 en Venezuela. De otro contexto ficticio, el de la soledad senil, surge su novela Viejo (1995). En 1997 publicó su primer libro de poemas, Hueso de mis huesos. Mantuvo, durante muchos años, el programa televisivo Contratema. Publicó además El viejo y los leones (cuento para niños; Rayuela, 1996), Damas (1979), De ramas y secretos (1980), Del rayo y de la lluvia (1981), El libro de las escrituras (serigrafías de Marco Miliani; Ediciones de Galería Durban-Arte Dos, Caracas-Bogotá, 1982), Solosolo (1985), Linaje de árboles (1988), Del rayo y de la lluvia (crónicas poemáticas; Contexto Audiovisual-Pomaire, Caracas, 1991), Todos los cuentos más Uno (1998), Viento Blanco (2001) y Cosas sueltas y secretas (2007). Fue además profesor de la Facultad de Humanidades de la UCV y colaborador del diario El Nacional. Su trabajo fue galardonado en 1958 con el Premio Municipal de Prosa por Las Hogueras más altas; en 1968 País portatil recibe el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral y en 1978 obtiene el Premio Nacional de Literatura. En el año 2003 recibe el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Cecilio Acosta de Maracaibo. Se realizó una adaptación cinematográfica de País portátil, por Iván Feo y Antonio Llerandi en 1979, que este 2009 cumple 30 años. Falleció repentinamente de un infarto el 12 de enero de 2008. En el mismo año en que su novela País portátil (Seix Barral, 1968) cumplía 40 años.



Más información


"Tiempos de violencia" de Nelsón Guzmán, Letralia, julio 2008.
Entrevista "La emoción de las imágenes y la anécdota de las palabras" en UCM, 1998.
"Adriano González de León, un porvenir de espejos" en Kalathos, junio 2000.
"Adriano González de León. País Portátil, entre el documento y la ficción", Revista UCM. s/f.
El País Portátil de Adriano de Carlos Reyes Lima, febrero 2008.
Entrevista y artículo "Adriano González de León y la saga del linaje" de Julio Ortega (Sololiteratura).
"Adiós pues, Adriano" de Roberto Lovera de Sola



Más fotos

19.6.08

KEILA VALL, una victoria más


PEQUEÑAS VICTORIAS

Texto inédito ofrecido por la autora para Relectura

U
n gusano color ocre baila en su palma derecha, probablemente malherido. Margarita observa la espiral en movimiento y de pronto oprime el puño, amasa el animal en su mano, ahora pastoso. La niña escucha un taconeo cada vez más próximo, escucha la presión que cada pisada ejerce contra el suelo y esconde la mano bajo los pliegues de la falda. Con la amplificación del sonido y la contundencia en las pisadas que suele advertirle que algo va mal cuando hay algo que va mal, llegan los zapatos de piel de cocodrilo, los jeans apretados, el cinturón grueso también de reptil y el escote de la camisa. Los pechos grandes y los enormes aros dorados en cada oreja. La voz aguda.
—Margarita, cuidado y te ensucias el vestido nuevo. Ven para acá, mi amor, mírate las manos— le dice Aurora mientras mira sólo la que permanece abierta y la toma por ese brazo. En eso le ordena que abra la palma derecha: —¡Quédate tranquila!— forcejea hasta que presiona el dorso de la mano de la niña y obliga sus dedos a estirarse: —¡Ay! ¿Qué es esto? ¡Un bicho! ¡suelta, Margarita!— comienza a sacudir la mano hasta que los restos de animal y de grama caen al suelo. La pequeña es conducida al baño, donde su madre la lava y la deja “como nueva”.
Regresan a la sala, al cumpleaños del papá que, sentado en el sofá y campaneando un vaso, mira en la televisión un partido de fútbol junto a los dos tíos. Los hombres no se hablan, no se miran, gritan algo de vez en cuando. Así van pasando la tarde de fiesta.
Una vez depositada en el suelo y cuando el ruido de los tacones se aleja, Margarita continúa su exploración. Es la más pequeña de la casa. Los primos juegan al escondite. Alvarito ha desaparecido tras el tocadiscos, Emiliana se escurre detrás del sofá. Manuel espera silencioso bajo la mesa del balcón. Lucen divertidos. Margarita quiere jugar, intenta acercarse pero cada primo la espera con un dedo estirado y tenso cruzando los labios y alguna frase susurrada que le indica que no es bienvenida: —¡Sshhhhht, Margarita! ¡quítate que me van a ver!—.
Margarita los observa desde el exilio y continúa su recorrido a lo largo de la casa. Pronto se tropieza con el abuelo Armando y su olor de siempre. Él, con un cigarro grande y oscuro en una mano, la eleva por los aires para lucirse con los señores Urquiaga: —Miren esta princesita que tengo aquí: igualita a Aurora. — La señora Urquiaga responde que sí, que es ver a Aurora cuando tenía su edad. La niña descansa plácida en los brazos del abuelo cuando ve aproximarse a su rostro una mano cada vez más grande: diez salchichas enormes amenazan su mejilla. Ella intenta alejarse, busca apartarse presionando con sus pies sobre el abdomen del abuelo pero no hay salida; los toscos y agrietados dedos del señor Urquiaga se van acercando. Una pinza le estrangula el cachete: —¡Pero mira qué grande y qué bella estás!—. Ella siente la presión sobre la porción del rostro pronto deforme, el estiramiento del labio. Quiere llorar, insiste en bajarse, señala el piso. Requiere algo de esfuerzo pero con un par de espasmos más el abuelo la coloca de nuevo al suelo. Margarita se aleja corriendo hacia Puki, que la espera meneando la cola.
Justo al cargar a la poodle recién afeitada, escucha el taconeo y voltea hacia arriba. Silenciosa devuelve la perra al piso y se deja conducir al sofá. Siente las dos manos debajo de las axilas pero sólo logra ver la hebilla dorada del cinturón frente a su nariz. Antes de sentarla, Aurora le golpea el vestido con las palmas de sus manos, la levanta con fuerza por el brazo para limpiarla. Parece que aprovecha la ocasión para dar un par de nalgadas. Toma un bizcocho de una de las cestas sobre la mesa y lo coloca en la mano de la niña: —Toma, mi amor. Sin salsa porque si no haces un desastre. — Margarita sostiene el bizcocho y mira resignada la colección de envases con cremas de distintos colores frente a ella.
—Ay, chica, esta niña no me deja respiro—, dice Aurora mientras peina sus cabellos oxigenados con las manos, se acomoda el cinturón y se incorpora a una conversación con las hermanas. Margarita balancea sus zapatos de patente blanco y sorbe, humedece y vuelve a chupar la galleta pronto pastosa y sin sabor. Se recuesta del respaldar y allí se queda, aburridísima. Nadie la mira. En eso se acerca al borde del sofá, se inclina hacia la mesa e intenta sumergir el mazacote que fue un bizcocho en la crema color naranja. Aurora franquea la mesa y aleja el envase de vidrio hacia el centro. Margarita se sobresalta, suelta el bizcocho, escucha a su madre decir algo sobre el emplaste que acaba de caer sobre la alfombra de pelos largos color crema, y se pone de pie mientras la observa limpiar o regar la mancha.
La niña se acerca a los dulces apenas cuatro pasos más allá. Se queda mirándolos. Extiende la mano derecha y toma una tarta de fresa. Escucha sin prestar atención la voz de siempre advirtiendo que suelte, que la fresa mancha, que mejor se espere para cortar el dulce en trocitos. Margarita no hace nada, se queda mirando el tesoro. Lo toma con las dos manos. Una de las fresas sobresale reluciente y rojísima. La niña cruza miradas con Aurora, que para entonces gesticula con las manos y pronuncia palabras imposibles de escuchar: la tarta luce deliciosa. La madre se levanta del sofá. Queda poco tiempo. Sosteniendo la mirada de su madre y atenta a la mueca, a la amenaza, a las uñas largas color vino tinto que se aproximan terribles hacia ella, Margarita se decide: en un instante, estrella la tartaleta y sus fresas en su vestido blanco de piqué. En medio de las exclamaciones de Aurora, y ya sintiendo la nalgada ardiente en la piel, Margarita termina de dar vueltas al dulce contra el vestido, siente la presión de las fresas en el pecho, la viscosidad de la gelatina. Gran alivio.
Sin pronunciar palabra, la niña extiende las manos embadurnadas de color rojo y muestra a Aurora los restos. Ella es incapaz de digerir la guerra recién declarada, tartamudea y finalmente pronuncia una frase cualquiera: —¿Viste? ¡Te dije que te ibas a ensuciar! Ahora no traje cambio de ropa. Te tendrás que quedar así, chica. — Y así la carga, de nuevo por las axilas pero esta vez con el cuerpo mirando hacia afuera por temor a llenarse ella también de fresas, o mejor dicho de venganza, en dirección a baño. Margarita, sonriente y victoriosa, se deja transportar con los pies flotando, separados del piso.

Fragmento de un artículo de Héctor Torres, de Ficción Breve Venezolana donde presenta el nuevo libro Ana no duerme de Keila Vall.
De temperamento introspectivo y minuciosamente analítico, Keila Vall tiene muchas cosas que contar, y las cuenta sin vacilación. En los 11 relatos de Ana no duerme se puede percibir esto, y aunque en ellos no son infrecuentes los finales abiertos, expandidos, se debe a que en ese punto en que las historias formalmente terminan, para ella está alcanzando una encrucijada de posibilidades. En ellos, la sola idea de sugerir un punto final, sería como negar la infinita cadena de efectos de cada acto.
Las historias de Ana no duerme están solidamente tramadas. Suelen dejar imágenes muy persistentes en la mente del lector. De hecho, son las imágenes visuales las macizas columnas que van encadenando las escenas de los cuentos, como si se leyeran a través de una secuencia de fotogramas. Y allí radica una de sus destrezas: saber escoger y trabajar las imágenes que hilan las tramas (y sus disgresiones), que convierten al lector en espectador de la historia que lee. A esas imágenes contundentes hay que agregarle una afinada visión sobre el alma de los personajes, sobre sus rasgos fundamentales, sus tragedias, que los hace totalmente creíbles. Para ello se vale, además de la buena vista, de un uso muy hábil de los silencios y de los tiempos.
Y es el tiempo, precisamente, el hilo conductor de estos relatos. El tiempo como un carcelero que aprisiona en una sucesión interminable de situaciones, pero también como el sustento de esa cadena de acciones que hacen posible la vida, que sostienen el recuerdo y que permite que lo que nos rodea siga ahí, que no desaparezca de pronto. Esa mirada fotográfica de Keila, eso de asumir con igual pasión la fotografía y la narrativa, asoma su divisa en la aseveración de ese personaje suyo que plantea que “no cualquiera entiende que estar concentrado no es lo mismo que ír distraído, y mucho menos está al tanto de las numerosas oportunidades que brinda el día, a ella al menos, para concentrarse”.
Ese es el caso de Keila, que va por la vida buscando historias con su ojo de fotógrafa, y buscando fotos con su vena de narradora.
Keila Vall
Nació en Caracas, Venezuela, en 1974.
Antropóloga egresada de la Universidad Central de Venezuela y Magíster en Ciencia Política de la Universidad Simón Bolívar. Cursó el taller de narrativa del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos con Luis Barrera Linares, y de Monte Ávila Editores con Carlos Noguera durante el año 2006. Cursó talleres de poesía con Edda Armas y Cecilia Ortiz y de guión cinematográfico de ficción y documental en el Centro Nacional de Cinematografía.
Ha investigado y escrito para el Museo de Ciencias de Caracas, la Universidad Simón Bolívar, la Fundación la Villa del Cine y la Editorial El Perro y la Rana. Ha publicado artículos en las revistas Exceso, Contrabando, en la página digital de la Fundación para la Cultura Urbana y en la Revista Léxicos.
Finalista del Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores 2007 con el libro de cuentos Ana no duerme, y autora seleccionada en la III Semana de la Nueva Narrativa Urbana de 2008 con el cuento El silencio es una esponja.
Su blog fuga permanente

2.6.08

La vida desalojada de ANTONIA PALACIOS

Narradora y poeta venezolana, nacida en Caracas. Antonia Palacios ha destacado en la ficción venezolana por el cultivo de una prosa artística, dentro de la literatura escrita por mujeres, más ligada a los temas sociales. Su novela Ana Isabel, una niña decente (1949), es una rememoración de la infancia feliz de la protagonista, la cual recupera en sus recuerdos ciertas zonas del centro de la ciudad de Caracas.
En 1954 publicó Crónicas de las horas. Tras un prolongado silencio de varios años inició, con Los insulares (1964), un ciclo de cuentos en los que realizaba una incursión poética en el devenir de la conciencia. Su prosa es, en su elegancia, heredera directa del mensaje de Teresa de la Parra. También ha dejado su huella en el cultivo del poema en prosa con el libro Textos del desalojo (1973), que avanza en la línea iniciada por José Antonio Ramos Sucre. Es autora también del volumen de ensayos París y tres recuerdos (1944) y de las crónicas de Viaje al frailejón (1955). Obtuvo el Premio Nacional de Literatura con El largo día ya seguro (1975).


Para muestra un botón

"En esta casa no miro el cielo. Miro la dura extensión que me circunda, escucho lejos batallar el viento. Sus límites me marginan de lo abierto. Es una casa cerrada, nada en ella se revela. No hay espacios ni columnas ni aleros donde aniden pájaros inquietos. Una casa desnuda sin el hondo temblor de lo secreto. Me pego de sus muros, de su olor a desierto. Es mi casa."


"Irse desbordando sin saberlo. Irse apagando en una luz que tiembla. Irse decantando casi disminuida en una delgadez de filo hiriente. Irse perdiendo en las ausencias, sin la piel, sin el roce, sin aliento. Irse quedando sin forma, sin presencia. Irse volviendo polvo lentamente, polvo soplado por el viento."

"Todavía quedan labios, ojos que miran las cosas. Quedan los brazos alzados en un intento de vuelo. Queda el sexo palpitante, húmedo todavía. Y este caer del rocío en la secreta espesura de mi bosque ya desnudo."

El largo día ya seguro (fragmento)

"Los sueños forman parte de mi misma y sería como desollarme, dejarme en carne vida, si alcanza a despojarme de la esencia de mis sueños. Mi cuerpo vive de sus sueños. Ahora mismo, en este mimo momento de mi precipitada llegada, se me hace difícil transportar a este sitio toda la carga de mis sueños. Se me hace difícil, casi imposible, revivir de nuevo lo que arrastra el vértigo del instante, y constato con estupor que todo ha desaparecido de mis ojos, que mis ojos están ya inertes, mientras la visión persiste, viva, intacta, flotando en lo eterno, en la magia del tiempo."


Viaje al frailejón (fragmento)

"Por un momento he envidiado a estos hombres, a estas mujeres, que dependen tan sólo de ellos mismos, de su propio impulso o del impulso de la bestia que a su lado vive. Después de todo los hombres y las bestias tienen mucho en común. Tienen venas y arterias, tienen ojos para mirarlo todo y respiran y duermen y tienen también un corazón que palpita. Por un momento he envidiado a esos seres cuya humanidad se halla más cerca de todo cuanto vive, bestias y plantas. Nosotros hemos perdido el contacto con nuestro propio cuerpo. Y no sabemos qué hacer con las manos, con los pies. Nuestro tacto sensorial comienza a olvidar la forma de las cosas, de los objetos, que rodean nuestra vida cotidiana. Hay uno solo, único y seguro contacto: la máquina. (...) Estos pueblos nada me dicen. Son unos pueblos oportunistas. No están ungidos de ese aliento de eternidad que resiste los embates del tiempo. Todo en ellos parece improvisado. Dan la impresión de hallarse de paso como esas ferias que recorren los caminos y acampan en un sitio cualquiera antes de proseguir su marcha. "


Foto: Vasco Szinetar Textos: EDLP
Para los que gustan de las entrevistas, les ofrezco el vínculo de un tributo a la autora publicado en Verbigracia