7.11.06

Viajar en ovnibús con FLEJÁN

Escritor venezolano. Licenciado en Letras por la UCV. Sus cuentos han sido publicados en las antologías “Las voces secretas. El nuevo cuento venezolano”, Editorial Alfaguara (2006); "De la urbe para el orbe: nueva narrativa urbana", Editorial Alfadil (2006); "El cuento sin fin", revista Zona Tórrida de la Universidad de Carabobo (2005); "Premio SACVEN, 2003", Editorial Memorias de Altagracia (2004). Obtuvo el primer lugar en el IV Concurso de cuentos de SACVEN (2003) y la mención de honor del Primer Concurso de la Bienal de Literatura Colombo-Venezolana. En 2004 recibió el premio único en el "Concurso Nacional de Cuentos de FUNDALITA". Es colaborador del diario El Nacional y de la revista Veintiuno de la Fundación Bigott. Tiene publicado “Intriga en el Car Wash”, bajo el sello Random House Mondadori.
Tomado de su blog: http://ovnibus.blogspot.com/
Decidí darle un espacio acá a los más jóvenes escritores también, está largo el cuento pero muy bueno, espero que les guste.
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OVNIBÚS Salvador Fleján Sesenta y tres años no es buena edad para andar ostentando un nombre juvenil. Por lo general, y aquí lo general atañe a la generalidad senil, quienes llegan a esta etapa de la vida suelen llamarse Anselmo o Crisanto, por decir lo poco. Otros optan por una suerte de "sustantivación" del apellido que en ocasiones logra ocultar el cadáver. Por ello nadie en su sano juicio puede sobrevivir a semejante edad llamándose Eddy o Jhonny. Sé, por experiencia, que eso puede llegar a ser tan desdichado como atravesar la infancia bautizado de filósofo griego. Llegué al aeropuerto de Miami pasado el mediodía. Me hice una idea un tanto distorsionada de esa ciudad a la que no visitaba desde los ochenta. Quizás el culpable fuera un mapa que "bajé" de internet: un dudoso croquis turístico con topografía de pueblo de cómics. La promesa del plano era realmente tentadora: caminar del aeropuerto hasta Coral Gables sin sudar siquiera una gota. El taxista que me sacó del terminal se apresuró en hacer añicos mi fantasía peatonal: —Se te va ir la vida entre una calle y otra —dijo. Aquello lo entendí media hora más tarde cuando llegamos al Dezertland. El Dezertland es uno de los tantos hoteles Art Decó sembrados a lo largo de Collins Avenue. El hotel, ni qué decirlo, era uno de los patrocinantes de mi croquis junto con un mall especializado en ropa con defectos. Lamenté que el viejo hotel no fuera mi destino final sino Támarac. Ahí vivían desde hacía diez años mi prima Hosanna y Sótero, el hijo de Eddy. Cuando éstos pasaron a recogerme, acababa de terminar el happy hour del bar. Yo estaba completamente borracho y escuchaba con embeleso a un imitador de Elvis entonar Don't be cruel por tercera vez. Debía de ser medianoche, a juzgar por lo solitario de la avenida y la brisa fría que me pegó en la cara cuando salimos. Los shot del Dezertland (siete en total) me habían aniquilado cualquier vestigio de urbanidad. No sé qué farfullé cuando Sótero me preguntó si tenía hambre. Tal vez no dije nada. Sólo tenía ganas de echarme a dormir y olvidar un poco la reciente pesadilla que había dejado en Caracas. Mi mirada perdida en los carros que venían en sentido contrario y el hilo de voz que me salió como respuesta debieron de hacerle sospechar a Sótero de un gen maligno enseñoreando en el árbol genealógico de su mujer. El trayecto hasta el Mars wings & beer lo pasé ovillado en el asiento trasero de la Yukon contemplándole la nuca a Hosanna. Eddy nos esperada desde las ocho para cenar. Salvo por una pareja de obesos patibularios sentados al fondo del salón, el restaurante parecía reservado exclusivamente para nosotros. Viéndolo bien, los gordos eran un detalle más de la decoración del local. Todo parecía sacado de cuajo de un filme de ciencia ficción de los cincuenta. De las ventanas colgaban unas cortinas tornasoladas, similares a las que suelen encontrarse en las duchas de los moteles baratos. Abundaban las fotografías de alienígenas, enmarcadas y dispuestas con la corrección de un museo, también algunos "gadgets" (fue la palabra que usó Sótero) encriptados y adosados a las paredes. El sitio me hizo sentir peor. En una foto fija promocional creí reconocer a Walter Reed en Flying disc man from Mars, una película producida por Republic Pictures. El comedor estaba bañado por una luz opaca y mortecina que le otorgaba a cada objeto un aspecto entre macabro y risible. Eddy estaba de espaldas, acodado en el mostrador de la tienda de souvenirs. Hablaba con Stanley, el dueño, un tipo delgado como un palo y que guardaba un parecido alarmante con esos dummys de goma ¿o madera? que utilizan para medir el grado de inutilidad de los cinturones de seguridad. La franela que llevaba puesta —que debía ser de una talla infantil—, le flameaba como la vela inane de un barco fantasma. La amistad de Eddy con el propietario del restaurante se remontaba a la época de los primeros despegues en Cabo Cañaveral. Compartían lo que podría llamarse una singular pasión por los fenómenos extraterrestres y los avistamientos de ovnis. Supongo que esa afición fue el sucedáneo lógico luego de que los Apolos languidecieran en el limbo presupuestario del Pentágono. El dato, no estoy seguro, me lo refirió el propio Eddy luego de aquella cena mediocre y cuando las jarras de cerveza yacían como elefantes muertos sobre la mesa. Los shot del Dezertland y la cerveza recién bebida agudizaron en mí un sentido de la observación que no poseo; una hipervaloración del detalle que sólo lo otorgan una conversación tediosa o la inminencia de un accidente de tránsito. Fue en ese estado en que pude darme cuenta de un detalle curioso: Eddy y Stanley se comportaban como un viejo matrimonio. Era extraño ver cómo un pasatiempo podía unir a dos personas de esa manera. Tenían códigos para referirse anécdotas del pasado, chistes, complicidades. Mientras Eddy hablaba, Stanley, inmóvil, lo contemplaba con una expresión que a ratos era maternal y en ocasiones ceñuda y ofendida. Ya en la madrugada y a punto de irnos, Sótero quiso darle un toque circense a la velada. Por la forma como extrajo del bolsillo el mazo de naipes, me hizo pensar que esperó toda la noche por ese momento. El marido de mi prima, en efecto, y a instancia de Eddy, había hecho incursiones en la magia desde niño. Yo lo recordaba nebulosamente como la atracción principal de un maratónico televisivo, años atrás. En un paréntesis de su rutina bostezante con los naipes, Sótero me reveló algunos pormenores de aquella presentación televisiva. No tenía once años, como el animador del show preconizaba, sino quince. Y la fortuna de algunos números debían más a los hechizos sobrenaturales del cannabis que a la espartana inducción de Eddy. Hosanna, en un gesto que juzgué bondadoso, le impidió al niño mago iniciar una rutina de telepatía utilizándome como voluntario. La turgencia de mi vejiga me despertó como si hubiese escuchado una diana militar. En un principio no supe dónde me encontraba y ni qué hacía todavía vestido y tirado en aquel sofá. Por un instante me preocupó no saber dónde estaba el baño. Parece una tontería, lo sé, pero esa incertidumbre me produjo taquicardias. Como pude me incorporé y traté de orientarme. A mi izquierda se abrió un pasillo angosto tapizado con fotografías. Me arrastré hasta allí. En una de las fotos aparecía Hosanna con un tipo al que no conocía. Tanto él como mi prima sonreían despreocupados. Me llamó la atención esa foto porque era la única en blanco y negro del grupo. Al fondo del corredor vi el baño. Las losas del piso me recordaron fugazmente la asepsia ebúrnea de las clínicas. Yo he visitado varias. De vuelta a la sala me tumbé de nuevo en el sofá y encendí un cigarrillo. Me supo espantoso pero me lo fumé hasta el filtro. La casa era de construcción reciente y la arquitectura similar a todas las demás del sur de la Florida. Sótero y Hosanna tenían poco tiempo de haberla adquirido, luego de pasar años conviviendo con Eddy. El viejo ya no vivía en Broward County; se había mudado más al norte, a pocas millas del Jhon F. Kennedy Space Center. Vivía solo, en un apartamento atestado de "memorabilia lunar" y placas de reconocimiento del Rotari Club. La casa estaba cercana a la 44I. Dos palmeras enanas recibían al visitante con una reverencia dolorosa. El interior y el mobiliario eran un fresco comprimido de la estética latina de la zona. Daba la sensación de encontrarse en medio de la grabación de un Talk Show canalla. Con el tiempo desarrollé un miedo irracional a recostarme de las paredes. La ausencia de materiales nobles a favor del yeso, el plástico y la fórmica me llenó de sospechas. Sótero había abolido el alfombrado y en su lugar colocó unas baldosas con arabescos aleatorios; éstas pretendían "hacer juego" con una lámpara Tofú que pendía milagrosamente del techo. Gran parte de la sala tenía la dignidad de un burdel tailandés. El ruido asordinado de unas gárgaras y luego el de una puerta que se abre, me distrajo de la inspección que le realizaba a un tapiz guajiro, punto focal de un rincón criollo promovido por Hosanna. Ese detalle patriótico era, acaso, lo menos espurio dentro de la casa. He visto cosas peores. Verdaderas "instalaciones" de la imaginería de la clase media venezolana: arcos y flechas maquiritares, totumas y tinajeros, Simón Bolívares fálicos. Una vez vi un arpa autografiada por Hugo Blanco. —Luciano, no me fumes dentro de la casa, men. Era el tercer cigarrillo de la mañana y toda la casa apestaba a nicotina. Volteé lentamente en dirección a la voz. Lo hice con un ademán que perfeccioné de niño. Un gesto entre impertérrito y distraído que solía funcionar con mi madre. Sótero estaba desnudo y se hurgaba en los testículos como si buscara un objeto perdido entre aquellos pelos hirsutos. Vi que tenía sobrepeso y la voz le sonaba cavernosa, como si estuviera hablándome en un túnel. Discúlpame, dije, reponiéndome del susto. Fuma en el patio, viejo, dijo. Sin más, dio media vuelta y se encerró de nuevo en su cuarto. Cuando volvía sobre sus pasos, noté que en las nalgas también le brotaban unos pelos largos como de camello. El hijo de Eddy hablaba un inglés atroz y pendenciero. Una suerte de slang ininteligible que hacía parecer al spanglish algo bello. La palabra men era un comodín del que abusaba. Me va a faltar paciencia, pensé. Traté de apagar el cigarrillo pero en la sala —y creo que en toda la maldita casa— no había un solo cenicero. Los que aparentaban serlo, colgaban de las paredes y parecían más bien esas baratijas que le venden a los turistas en los aeropuertos. Cuando salí al patio trasero, la luz del sol casi me hizo devolver dentro de la casa. El cigarrillo me lo acabé sentado en un sillón playero protegido por la mezquina sombra de un almendrón. En uno de los brazos —el derecho— el sillón tenía el esmalte descascarado por pequeñas quemaduras. De cigarros, creí. Cuando apagué el mío en el sitio de las marcas, vi cómo yacían debajo del sillón una docena de porritos amarillentos, consumidos hasta el límite de la prudencia labial. Parecían jugadores de fútbol vistos desde una grada lejana. Entonces no sé por qué me puse a pensar en el niño mago. También en la posibilidad urgente de mudarme. A Eddy y Stanley los volví a ver tres semanas después de la noche del Mars. Me causaron curiosidad los binoculares —Eddy los llamaba prismáticos— que el primero llevaba colgados del cuello. Eran de la misma marca que yo utilicé durante ocho años en las transmisiones. Una óptica extraordinaria y muy livianos. Al advertir mi interés en ellos, Eddy me los ofreció. Los rechacé. —Me traen recuerdos —justifiqué. Por ocho años fui comentarista hípico. Es un oficio difícil de explicar. ¿De qué se trata? Pues de leerle la mente a los caballos. Fue a lo que me dediqué luego de abandonar la Facultad de Ingeniería. Me dolió por la cartelera que teníamos en la entrada de la Facultad. No sé si todavía existe, tampoco me importa. El hecho es que una noche conocí a un tipo en un bar. Se llamaba Jhonny y era productor radiofónico. Tenía aspecto de matón a lo Dillinger y, aunque aquella noche no lo vi beber, apenas podía articular palabra de lo ebrio que estaba. Al hombre, no sé por qué razón, mi nombre lo cautivó. ¿Luciano Alcorta?, se repitió cuando me presenté. ¡Suena bien!, dijo de pronto, enseñándome sus ojos de perro perplejo. Parecía como si mi nombre tuviera una cualidad especial de la que quizás él podría apropiarse. Tenía unos cincuenta y tantos, pero aparentaba mucho más. Esa noche hablamos (más bien hablé) hasta que nos echaron del sitio. Me citó para ese sábado en el hipódromo. No sé de dónde saque la valentía para ir: de caballos sólo sabía que tienen cuatro patas y que son muy nerviosos. Jhonny había sido entrenador o estudió para serlo. Creo que nunca le dieron un caballo. Había hecho sus prácticas con el preparador Crespo, pero éste siempre supo que Jhonny no poseía el talento. Un día lo entendió y dejó ir a la cuadra. Lo que sí le sobraba a Jhonny eran amistades, buenas y malas. Con las últimas fue que hizo el dinero. Llegó a tener hasta tres oficinas de "banca suiza" que lo forraron de dinero pero que igualmente lo mantuvieron al borde de la locura. Al poco tiempo compró un espacio radial para las transmisiones en vivo desde La Rinconada. No tardó en dejar las apuestas ilegales. Ya no ganaba tanto dinero pero vivía más tranquilo. Cuando lo conocí llevaba cuatro años en el aire y acababa de pelearse con Leido Calandriello el comentarista del staff de transmisiones. Un tipo andrógino y petulante que se hacía llamar "El Poeta del Turf". Jhonny lo odiaba. Una tarde de carreras, luego de que Leido soltara sus acostumbrados dardos venenosos y análisis pseudotécnicos, el viejo estalló. Jhonny —esto me lo contaría el técnico de sonido— lo golpeó con tal saña que cualquiera juraría que vengaba la muerte de su madre. Todos quedaron atónitos ante aquel acto gratuito del jefe. Ese sería el puesto que ocuparía dentro del staff. Los binoculares eran sólo parte del equipo de la pareja para detectar entidades. La cámara de video, el Genger 15 x 40 y el manual de Ufología actual completaban los aperos. El Genger (un telescopio de apariencia intimidante) era responsabilidad de Stanley: lo llevaba terciado en bandolera al estilo bazooka. Eddy interpretaba el manual y registraba en video. —Vamos al mirador de Sarasota. ¿Quieres venir? —¿Dónde queda Sarasota? —repuse. El sitio me sonaba a campamento de spring training. Eddy le echó una mirada a Stanley. Después de pensarlo un poco, me dijo: "cerca". Luego le dijo algo en inglés al "dummy" que no entendí. El dueño del Mars se limitaba a asentir con la cabeza. —Cerca —me repitió Eddy. Mientras me cambiaba en la habitación, repasé mentalmente mi singladura forzada de las últimas tres semana. Nada digno de poner en una biografía salvo por mis incursiones con Sótero en la "sagüesera". Sótero tenía su provedor en la zona más caliente del South West de Miami. Creo que fuimos unas ocho veces en total. A Sótero lo "conejeaban" con una hierba seca y cara. Nunca logré entender cómo le podía gustar aquello. Yo, que no fumaba monte desde el bachillerato, sabía que el producto era de ínfima calidad. Pero era lo que había. Al principio aquellos tabacos me producían unas notas horrendas: tornados, huracanes, maremotos, incendios. Después creo que me aclimaté. Aparte del sillón playero, a Sótero le encantaba fumarse sus varas en el garaje de la casa. Escondía las bachas a medio consumir en los lugares más insospechados. La caja de herramientas y el riel de la puerta del garaje eran sus predilectos. Últimamente la malanga me había puesto parlanchín, cosa que Sótero aprovechó para sacarme una que otra confidencia. Sobre todo el motivo de mi viaje intempestivo a Florida. En eso estuve hasta que me puse a pensar en el porqué todo se había ido a la mierda en Caracas. En el closet guindaba mi última camisa limpia. "Tengo que lavar", dije en voz alta, como si ello implicase algo más que ropa. En un corcho viejo pegado en la pared, pendía un mapa de carretera del estado. Lo desplegué. Sarasota era un punto huérfano a cuatrocientas millas de Tamarac. "Cerca". Viejo hijo de puta. Recordé las palabras del taxista y salí. "Cuatrocientas millas es un buen lugar para pensar", dije para consolarme, casi en el mismo instante en que Eddy empalmaba con la Turnpike. No sé si estará bien decirlo, pero la frase no era más que la variación de un cliché de mi antiguo oficio: "Jinete y cabalgadura tienen en los 2.000 metros un buen lugar para pensar". Era estúpida, lo reconozco, pero funcionaba. Ese era mi comentario de cierre y mi marca de fábrica. Recuerdo cómo se le iluminó el rostro a Jhonny cuando dije semejante disparate. Aquella misma noche en el Fenicia, donde nos reuníamos los del staff después de las carreras, Jhonny me hizo partícipe de su hallazgo: —Leerás la mente de los caballos —sentenció. Inmediatamente agregó—: Este muchacho se va a perder de vista. La profecía tardó ocho años en cumplirse. El mundo de los caballos y todo lo que lo rodeaba, me resultó tan fascinante y miserable como el mundo real. Pronto supe que me iba a gustar aquello. Jamás en mi vida vi tanto dinero junto como en esos años. Es difícil no embelesarse ante el espectáculo del dinero. Es curioso, pero sólo entendí el furor de los aficionados hípicos cuando aposté mi primer millón. Fue una experiencia extraña. Apostar es un placer sensual y doloroso. Es un tiburón que emerge de tus propias entrañas y, de una dentellada, te arranca el corazón. Jhonny lo sabía y siempre me protegió. "Aprende primero", me repitió por años. Sucede que en la hípica como en la vida uno nunca termina de aprender. O en todo caso yo no pude hacerlo mientras estuve bajo su tutela. Tal vez era muy joven para entender que los caballos no corren, ni siquiera existen. Que sólo son nombres y números en una revista. Espejismos hechos de comentarios y promesas. Cuando nos detuvimos en Denny's a comer, cerca del lago Okechobee, me di cuenta de que era casi mediodía. En algún momento del trayecto me había quedado dormido. Tuve un sueño extraño, más bien dos, pero sólo recuerdo uno. Digo extraño porque normalmente no suelo tener ese "tipo" de sueños. Mi padre me llevaba montado sobre sus hombros. Yo era un niño muy pequeño, de unos cinco o seis años. "Subete aquí arriba", me dijo. Y sujetándome con las manos, me alzó en el aire y me montó sobre sus hombros. Estaba a mucha altura del suelo, pero no tenía miedo. El me agarraba con fuerza. Los dos nos aferramos el uno al otro. Luego echó a andar por la acera. Quité las manos de sus hombros y se las puse alrededor de la frente. "No me despeines", dijo. "Puedes soltarme. Te tengo bien sujeto. No te vas a caer". Al escucharlo decir esto, caí en cuenta de la fuerza con que asía mis tobillos. Entonces le solté la frente. Liberé las manos y extendí los brazos a ambos lados. Los mantuve así para mantener el equilibrio. Mi padre siguió andando conmigo sobre los hombres. Yo hacía como si fuera montado en un elefante. Eddy no paró de hablar desde que salimos de Tamarac. Su cháchara era larga y extenuante. Recuerdo que antes de quedarme dormido, alcancé a oír parte del resumen que me hizo de su vida. Su pasión por los extraterrestres era el último sobreviviente de una larga cadena de hobbys por los que transitó. La "prestidigitación" —Eddy disfrutaba cuando decía esa palabra—, fue el primero y el único que logró compartir con Sótero. Cosa por demás comprensible si se toma en cuenta que el viejo era, a su vez, un sobreviviente del jogging, el Kung Fu (hasta la extraña muerte Bruce Lee), la lectura del Tarot, el tantra Kundalini. Lo del valium —aclaró— fue consecuencia de enterarse del vicio de Sótero. Las regresiones a otras vidas y su membresía en el Rotari las practicó alternadamente. Después del café, le pregunté si no le llamaba la atención el espectáculo hípico. Me respondió que prefería los galgos. —Son los animales más inteligentes del mundo —dijo—. Casi puedes hablar con ellos. El lago Okechobee a esa hora del mediodía tenía la quietud de un estacionamiento vacío. Era un yermo cerúleo recortado por los bordes de la autopista 70. Vi mi reloj y calculé unas cuatro horas y media hasta Sarasota. —Eso lo dicen también de los delfines y los gatos —me burlé. —Hay algo en los caballos que no me gusta —reflexionó Eddy—. La nobleza se les extingue apenas sientes una de sus patas en las costillas. —Me llevo bien con los caballos —iba a decir "solía", pero no era el momento para confesiones. Ya con Sótero había tenido suficiente. Hice una pausa. Después agregué: —Hay gente que le ocurre algo parecido con los ovnis. Es una cuestión de fe. —¿A qué te refieres? —inquirió Eddy, herido. —A que puede que no existan. A que sólo sean una manchita negra en una foto tomada por la abuela en un día de campo. Y hay algo peor: se han convertido en un género cinematográfico. Como las películas de vampiros y las Road Movie —¿Las qué? —Road Movie. Esas películas en las que unos tipos metidos en un carro —un Mustang, por ejemplo— hacen un largo viaje en busca de sus destinos. Me sentí ridiculísimo al decir eso último. —Como Easy Rider, ¿no? —No la vi —dije. En ese momento tomé conciencia de mi precaria cultura cinematográfica. Pensaba que el género partía con Thelma & Louise. —Sabías que Stanley vivió una experiencia Ubik en el año 74 —dijo Eddy agarrando vuelo. Miré a Stanley. Su experiencia parecía provenir más bien de una dosis de heroína rendida. —Ha debido de ser espeluznante —le dije, siguiéndole la corriente. —Cagante, diría yo —apostilló Eddy—. Fue en Tulsa, a principios de los setenta. Unos visitantes lo subieron "a bordo" para estudiarlo. Lo soltaron en México como a los cuatro meses. Eddy tenía una modulación juvenil en su tono de voz. Si uno cerraba los ojos y se limitaba a escucharlo, daba la impresión de no tener más de veinticinco años. Esta ilusión se desvanecía cuando utilizaba modismos de su juventud. La palabra "cagante" no es usual escucharla en estos días. Entonces me decidí. No sé por qué, pero creo haber tenido una premonición. —Por las características —dije en tono pedagógico— supongo que eran exploradores del substrato Lörk. No estaba seguro si se pronunciaba Lörk o Lörch; el locutor del canal INFINITO —donde vi el documental— era argentino y, con esta gente, nunca se sabe. Tomé aire y proseguí: —Los que regresan de esa experiencia jamás vuelven a ser los mismos. Los lörkianos (aquí engolé la voz) son, en esencia, científicos. Toman patrones humanoides para someterlos a exhaustivos análisis bioquímicos y moleculares. Sus pesquisas se orientan en dos vertientes: las transmutación de los átomos primigenios y los reflejos sexuales como garantía cuántica de la reproducción y la supervivencia. Los relatos de los ubikianos están llenos de luces incandescentes, sondas punzopenetrantes y óblitos de quarzo en el cuerpo. —Veo que te interesa el tema —dijo Eddy, sin disimular su sorpresa. —No a la manera Spielberg —dije, dogmático. Advertí en el viejo una sonrisa tierna y cansina, similar a la de una recién parida acunando su criatura. —Cuál fue el problema que tuviste en Caracas. Sótero no supo explicarme bien. Afortunadamente la malanga que le vendían a Sótero tenía doble efecto: si bien te desataba una incontinencia verbal que podía resultar peligrosa, otro de sus efectos colaterales consistía en borrarte del disco duro hasta tu propio nombre. Por ejemplo, entre los archivos que se le volaron a Sótero, estaba el de mis últimos días en Caracas. Sin duda terribles. Para el momento en que me decidí llamar a Hossana , llevaba tres días con sus noches escondido en el apartamento de una amiga. Jhonny me perseguía con un encarnizamiento digno Tommy Lee Jones en El Fugitivo. El viejo había jurado trazarme un puente de pólvora entre las dos cejas. Mi aventura reciente con Lourdes me salvó la vida. Fue ella la que me albergó cuando ya no tuve un miserable hueco dónde esconderme. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, dijo, no sin entender demasiado la excusa fraudulenta que ensayé para justificar aquel timbrazo en la madrugada. Y es que nada habría ocurrido si a Jhonny no se le hubiese metido en la cabeza la peregrina idea de jubilarse. En un principio no lo tomé en serio; pensé que se trataba de otro de sus caprichos. El viejo era así, un día quería las cosas azules, al otro anaranjadas. Sus antojos eran surreales. Un día puso a narrar a una candidata al Miss Venezuela. Así era Jhonny. Pero la realidad era otra. Ya el viejo se sentía cansado; sin ánimos para seguir pastoreando su rebaño. Sus ausencias en el palco se hacían cada vez más frecuentes. También los problemas. Un sábado, a la altura de la cuarta carrera, comprendí que dependíamos más de la cuenta de Jhonny. O en todo caso yo, que en verdad llegué a creerme la estupidez de leerle la mente a los caballos. ¿Tienen mente? ¿Cuáles caballos? Jhonny me mantuvo flotando en ese líquido amniótico por ocho años. El desgraciado había decidido darme la nalgada. Ese sábado en que Jhonny envió su primera señal, ya el rumor de su retiro se había convertido en una inminencia. Luego de que dejara todo listo en el palco, se esfumó como era ya su costumbre de las últimas semanas. Sólo que esta vez "olvidó" dejar mi principal instrumento de trabajo: la hoja de pronósticos, arma secreta con la que me había labrado un nombre en el mundo del comentario hípico. Sin ella yo no era más que un barquito de papel navegando en un tifón. En las tres primeras carreras tuve suerte, si es que esta palabra significa lo que significa. En la cuarta —que era válida para superfecta— supe que la realidad estaba a punto de alcanzarme. Tomé mis binoculares y enfoqué al padock. Lo hice con ánimo concienzudo y metódico, intentando ocultarme a mí mismo el desamparo que sentía. El "Pavo" Noguera Mora le giraba instrucciones a Wloka. Parecía la escena de un padre que deja al hijo en su primer día de colegio. Zerga, Bustamante y dos propietarios charlaban entretenidos, como si planearan (y disfrutaran) la bacanal de esa noche. El sonidista y el narrador no disimularon su estupor cuando a escasos minutos para la partida me decidí por Resolana, una zaina desnutrida preparada por Crespo. —¿Estás seguro?, Luciano —fue todo lo que atinó a decirme el narrador. No estábamos en el aire para ese momento. Habíamos ido a comerciales —Es la que me gusta —dije tapando inncesariamente la esponja del micrófono con la mano. Advertí que ésta me temblaba. —¿Está en la hoja? —insistió el narrador. No le contesté. —Tienes chance de dar otra. —No hace falta. —Te pasa algo. ¿Te sientes bien?. —Sí. La mayoría de las participantes estaban dentro del aparato de largada. Resolana aún faltaba por cuadrar. Cuatro palafreneros batallaban con el animal. La faena resultaba inútil. Parecían enfermeros tratando de reducir a un loco. Alguien le tapó los ojos a la yegua con un trapo negro. La tomaron de la brida y le dieron dos vueltas en semicírculo. Entró mansa al aparato. El grito de partida del narrador atronó en mis oídos como un disparo. La comida del Denny's me había sentado mal. No sé si fueron las pankecas con sabor a polímero o las mezcla letal del tocino con el huevo lo que hizo que mi colon se inflara como un pez globo. En realidad yo no estaba acostumbrado a comer de esa manera, incluso había adquirido el mal hábito de no desayunar. Pero sabía que Eddy no se iba a detener hasta llegar a Sarasota. Mi apremio visceral amenazaba con arruinar el paseo. La autopista 70 poco a poco se fue transformando en una vía breve de dos canales que cruzaba furiosa por unos naranjales opalinos. En poco tiempo dejamos a Okechobee atrás. —Si te interesa el fenómeno tengo algo de literatura —volvió a la carga Eddy, no bien entramos en Arcadia. Según mi mapa, Arcadia, era un pueblo (una ciudad más bien) de dimensiones un tanto mayores a Okechobee. Tenía dos ciudades vecinas: Palmdale y Punta Gorda. Hacia esta última bajamos tomando la Primary State 17. En Punta Gorda conectaríamos con las 75 y de ahí directo a Sarasota. De la 17 a la 75, el trayecto estuvo lleno de nombres. Algunos puedo recordarlos, aunque parezca insólito. Creo que Eddy y Stanley hablaban de criminales nazis o algo por el estilo. Al menos eso deduje cuando escuché nombres como: Fritz Leiber, Van Vogt (que yo confundí con Van Gogh), Stanislaw Lem, Ursula Le Guin, aunque creo que ésta era espía rusa. Después se pusieron a hablar de peloteros: Coni Willis, Philip K. Dick, Arthur C. Clarke —éste de seguro pitcher—, Glen Runciter, C.J. Cherryh. De chefs también hablaron: Olaf Stapledon, Michael Moorcock. J.G. Ballard y Carol Lucille Moore me sonaron a comediantes. —Sabías que los avistamientos de entidades no son nadas nuevo, Luciano. Por el tono de voz supe que mis clases habían comenzado de nuevo. Fijé la vista en las rayas blancas de la carretera. —Hay pinturas rupestres de ovnis halladas en Tasili, Argelia. Tienen entre 8000 y 11000 años de antigüedad. Filippo Lippi, ¿sabes quién fue Filippo Lippi? ¿No? Bueno, un pintor italiano, como es obvio, pero ¡del siglo XV!, y ¿sabes qué? fue el primero en registrar de manera clara y nítida una astronave. ¿Luciano? Hay un cuadro de Lippi que está expuesto en el Palacio Antiguo de Florencia: Virgen con el niño Jesús y San Juan, es el título. Yo vi el cuadro el año pasado. El motivo es idéntico al de cientos de pinturas renacentistas de vírgenes con el niño cargado. Hasta ahí todo bien. Incluso en la composición están los dos angelitos gorditos, esos que representan una virtud distinta cada uno. ¿San Juan? Claro, San Juan. Se ve chiquitico en el fondo del cuadro. Tiene un perro al lado. Pero el "lomito" está en la parte superior derecha, justo arriba del santo. Ni con una Nikon se hubiese captado mejor. Es el primer documento, a color, que tenemos de una nave exploradora. Se ve clarita: cúpula achatada, disco romboide infragiratorio, destellos gaseosos florescentes. San Juan mira la nave con una mano haciéndose visera. Qué me dices. —Increíble. Según eso, San Juan vendría a ser algo así como el primer ufólogo. —¡Oye!, no lo habíamos pensado. La vista ahora la tenía fija en la base del espejo retrovisor. El sol la había blanqueado como si le hubieran echado lejía. Los exploradores de Lörb —siguió Eddy—, efectivamente, son científicos. Se interesan por todo: costumbres, enfermedades, tipos de raza. Esas pinturas rupestres no son casualidad: siempre nos han estudiado. Se cree que intervinieron genéticamente en el desarrollo de esas tribus antiguas. Ahora comenzaba a entender lo de los nazis. —Sabes cómo aterrizan las naves. —No. —Imagínate una hoja seca en otoño desprendiéndose de la rama de un árbol. Lo hice. La imagen me gustó. —¿Y los aviones? De noche todos los aviones sor pardos —ataqué, revisionista. —Ningún avión puede desarrollar las velocidades y los movimientos bruscos de los ovnis: 14000 kilómetros por hora, aproximadamente. Tampoco pueden volar en silencio; ponte debajo de un avión cuando despega. La explicación es que utilizan el "cambio de polaridades" para sus desplazamientos. —¿De qué tipo era la nave donde retuvieron a Stanley? —inquirí. —Nodriza —respondió Eddy. —¿? Stanley dijo algo que no entendí. Su voz parecía flotar en el interior de la camioneta. Madre nodriza o portadora —aclaró Eddy—. Son objetos enormes. Raras veces se acercan al suelo. De ella salen los ovnis más pequeños, las exploradoras, que son las que vemos con más frecuencia. Pueden medir de dos a cincuenta metros. Después están los foofigters, que ni yo mismo sé que son. Tenía rato mirando el borde derecho de la carretera. Esos ansiolíticos del camino que son los avisos de carretera se sucedían uno tras otro. Placida, Englewood, Venice. Cuando vi el de Sarasota (120 miles), sentí lo mismo que cuando se pasa por debajo del que dice "Barcelona", en pleno distribuidor Chacao. Había sido un milagro que mis intestinos soportaran casi tres horas y media con semejante carga inflamable. —¿Cuánto falta para una bomba? —dije, lastimero. Eddy se asustó. "Bomba" le sonaba más a tipos con turbantes y ametralladoras, que a la mezcla vernácula de gasolina con agua, sándwich de pernil y ositos de peluche. —¿Bomba? — repitió, aterrado. —Sí. Una gasolinera. —Para qué. Todavía tenemos medio tanque. Lo tenía a tiro para ahorcarlo, pero no me atreví hacer ningún movimiento brusco. Se volvió a mirarme. Mi inmovilidad le resultó sojuzgadora. Siguió sin entenderme. Le iba a decir que me estaba cagando, pero hasta en los peores momentos suelo guardar prestancia. —Necesito ir al baño —dije con quejidos de fondo. Si la estación de servicio no hubiese aparecido, como providencialmente apareció a los pocos metros, no sé qué hubiera pasado. Sentado en la poceta, traté de poner en orden mis intestinos y mi conciencia. De pronto supe que el castigo que pretendí darle al viejo Jhonny por el asunto de la hoja de pronósticos no era en el fondo sino una excusa para evitar que nos abandonase. "Si el viejo nos deja, esto se acabó", recuerdo que le dije al narrador una noche en que nos emborrachábamos en un bar. Hay que quitarle la "intención", me dijo. No entiendo, le dije. Es muy fácil, dijo. Es como esos caballos velocistas. Si en la partida sufren un tropiezo pierden la intención, las ganas de correr. Se amugan, intentó aclarar. A Jhonny hay que darle su "tropiezo". Esa es la solución. Me intrigaba saber dónde se metía Jhonny cada vez que desaparecía del palco. Un domingo lo seguí. Mi sorpresa fue enterarme de que no se alejaba mucho de la manada. Estaba a un paso de nosotros, en la tribuna A (como sabe todo el mundo nuestro palco está en la B). Ahí lo vi, en uno de esos bares regentados por jockeys retirados y arruinados. Fue un espectáculo bizarro verlo con su costoso traje, bebiendo cerveza en vaso plástico y rodeado por dos tipos con aspecto de asesinos en serie. Uno de los individuos aferraba un maletín marrón contra su pecho, como si en cualquier momento alguien se lo fuera arrancar de las manos. Jhonny no se despegaba el teléfono celular de la oreja. O por lo menos no lo vi hacerlo en el tiempo que lo observé. Mientras hablaba, gesticulaba y movía la mano libre como si estuviera ordenando un ataque aéreo masivo. El tiempo que me quedé observando —tres carreras— fue suficiente para enterarme de qué se trataba todo. Yo no estaba muy lejos de la mesa donde se encontraban los tres hombres. Jhonny parecía una estatua de sal mirando por el circuito cerrado los dividendos aproximados. A una imperceptible orden del viejo, el tipo del maletín se levantaba seguido por el otro. Cuando llegaban a la taquilla —que estaba un poco retirada de la mesa—, los dos hombres se ponían a hablar con el cajero. Hacían tiempo. A un minuto y medio para la partida (esto lo vi en dos oportunidades), Jhonny cerraba el celular y buscaba con la mirada a sus colaboradores. Con dos o tres señas que hacía con las manos (que no alcancé a ver desde mi posición), daba la orden final. El tipo del maletín, con unos movimientos rápidos y precisos, extraía unas gruesas pacas en billetes. Se las entregaban al cajero y recibían el boleto. Luego volvían a reunirse los tres en la mesa. Al finalizar la carrera, el sujeto del maletín se sacaba el boleto del bolsillo y se lo entregaba al viejo. Este, con gesto displicente ¡y sin ver siquiera el boleto!, lo rompía. Tardé en comprender que aquel teatro del absurdo era en realidad un movimiento de apuesta genial. El dinero del maletín sólo servía para "saturar" la jugada de un caballo sin chance. Esto hacía que por paradoja matemática el dividendo del favorito (y lógico ganador) se disparase a la estratosfera. Ahí era donde intervenían Jhonny y su inseparable teléfono para jugarle sumas astronómicas al favorito de la carrera. Esa noche tuve una idea. Creí haber hallado el "tropiezo" que alejaría a Jhonny de su entelequia de arenas blancas, whisky con agua y muchachas en bikini. En realidad iba a ser sólo un susto, pero algo salió mal. Creo que todo salió mal. Mi plan (no sé por qué lo sigo llamando así) constaba de varias fases operativas: 1) Neutralizar a los secuaces que acompañaban a Jhonny, 2) Lograr que el viejo me dejara encargado del maletín, 3) Aprovechar un descuido y cambiarle la batería del celular por una descargada, 4) Jugarle la suma del maletín al favorito de la carrera, 5) Entregarle un boleto falso a Jhonny. Se me criticará que dejé muchas cosas al azar, pero, ¿es que acaso no estábamos en el hipódromo? De los colaboradores de Jhonny se encargaron unos amigos policías que me debían favores. El día del plan, efectivamente, no aparecieron y creo que después tampoco. Que Jhonny me confiara el maletín no fue tan arduo como yo esperaba. Ese sábado llegué lo suficientemente tarde al palco. Saludé a los muchachos del equipo y, con cualquier excusa, me fui sin decir dónde. Al llegar a la pocilga donde estaba el viejo lo noté apesadumbrado. Al verme se sorprendió bastante. Supongo que yo era la última persona que esperaba encontrarse. Le inventé un problema con el sistema eléctrico de transmisión, pero su interés estaba concentrado en el reloj y en la segunda carrera. —¿Y ese maletín? —pregunté. —De un amigo. Me pidió un favor. —Debe ser un gran favor. —Noté que a Jhonny no le hizo gracia el comentario. —Está en Aruba y quiere que le juegue una suma a su caballo. Es en la segunda carrera. —La segunda es dentro de cinco minutos —dije, viendo el monitor del circuito cerrado. —Necesito que me ayudes en algo —dijo con un dejo de resignación. Sacó el teléfono de un bolsillo de la chaqueta y marcó un número. —Lo que quieras —dije, servicial. —Antes de la partida, te me vas para aquella taquilla con el maletín —la señaló con la boca—. Cuando yo te avise, le juegas todo a Kibu, el número siete. —¡Por Dios, Jhonny!, tu amigo es un pozo de fe. Ese caballo no tiene ningún chance. Jhonny no me prestó atención. El número que marcaba en el celular insistía en estar ocupado. Tiró el teléfono en la mesa y me entregó el maletín. —Voy al baño —dijo. A partir de ese momento todo comenzó a torcerse. La batería descargada que traje para el recambio no era la misma que utilizaba el teléfono de Jhonny. Cuando éste regresó del baño, apenas faltaban dos minutos para la partida. Cogió el teléfono y marcó su número. Con los ojos me apremió para que fuera a la taquilla. Mientras iba hasta allá, me consolé pensando que si bien la faena no iba a ser completa (demasiadas cosas al azar), al menos jugándole la cantidad del maletín al favorito de la carrera tendría la oportunidad de hacerme con algún dinero. Dinero que, pensé, no le dolería al viejo. Pero como dije antes, estábamos en el hipódromo: Kibu ganó. Fui afortunado en que Jhonny siguiera fiel a su costumbre de no mirar el boleto; aunque esta vez no lo rompió sino que lo guardó cuidadosamente en un bolsillo. En sus ojos pude leer claramente que había jugado por teléfono hasta el último centavo al favorito. El falso boleto que le entregué era su única esperanza de salvar algo de la fortuna que perdió. —Tu amigo tiene suerte —le dije, imaginándome volar por las escaleras. —Sí, el desgraciado tiene suerte —ripostó, como si hablara consigo mismo. Cuando Jhonny al fin pudo entender la explicación que le daba el taquillero sobre su boleto, volteó a la mesa en busca de alivio. Todo lo que vio fue la luz del monitor reflejándose en la piel brillante del maletín. Yo estaba a pocas zancadas de ganar la calle. Al llegar al mirador de Sarasota el cielo había adquirido un tono rojizo. El sol en el horizonte se hundía poco a poco, como un buque en un océano de aguas inflamadas. En mi vida había visto un espectáculo tan irreal, aunque no sería el último que vería esa tarde —Se me olvidaba, Luciano —dijo Eddy mientras sacaba el telescopio de la camioneta—, cuando fuiste al baño recibí una llamada de Sótero en el celular. Unos amigos tuyos de Caracas pasaron a visitarte. Dijeron que regresaban mañana. —¡Miren! Arriba —grité. —¿Dónde?

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, mi correo es salvadorflejan@hotmail.com.
A tus ordenes

Nadir dijo...

Gracias Salvador por entrar en contacto. Te escribiré a tu mail.
Salu2

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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