16.9.07

EVA FELD, porque son bienvenidos muchos senderos

Eva Feld es una periodista formada entre Venezuela y Francia con amplia experiencia en medios impresos de Venezuela y el exterior. Comienza su carrera literaria con la publicación del volumen de cuentos "Mujeres y escritores más un crimen" (Editorial WARP, Caracas, 1999) y lo continúa con las dos novelas editadas en Ala de cuervo, a saber "Los vocablos se amaron por última vez" y "La transparencia del reflejo". Sus libros han merecido comentarios en medios impresos y web de América Latina y Europa. Ha dictado conferencias en diversos lugares, destacando la última gira que hizo a Corea del Sur donde habló en diversas universidades de ese país.

Nota de prensa (Librusa).- En su novela "La transparencia del reflejo" dialoga con el Diablo. “Seguramente un caso extraño en la literatura, pues puede ser una ocasión excepcional en que una mujer dialoga con el Diablo. Este, harto de inmortalidad y víctima de la economía de mercado, contesta con burla y saña, advirtiéndole que para él no revisten ningún interés las almas producidas en serie y mediatizadas”, indica un comunicado. A lo largo de la trama el Diablo “añora los tiempos de Dante, Goethe, Milton, Mann, Papini y Madách, sus grandes interlocutores”, agrega la nota divulgada esta semana por el Pen Club de Venezuela.

Eva Feld es también autora del libro de relatos “Mujeres y escritores más un crimen” y la novela “Los vocablos se amaron por última vez”, considerada por algunos críticos como “un polémico texto en el cual una fotógrafa diletante espera la llegada de la V República y en verdad se encuentra con el III Reich, una referencia obvia a la actual situación política venezolana”. En “La transparencia del reflejo” la autora recorre intelectualmente tres siglos en busca de sí misma y de respuestas. “Una saga que parte de remotos ancestros y conlleva un viaje más allá de lo geográfico y de lo temporal, uno donde el callar domina y las interrogantes sólo pueden ser dirigidas a Lucifer”, concluye el comunicado.

Uno de sus cuentos de "Mujeres y escritores más un crimen" publicado en la página de la editorial.


KUKLINSKY

EVA FELD


Luis quería encontrar en el estallido de las interjecciones alguna que le conviniera para describir la desfachatez de Kuklinsky. Como no lograba amaestrar su relato, ni reconocía en sus cuentos ningún parentesco con el verdadero horror que había sentido mirando, en la televisión por cable, cómo entrevistaban a un asesino profesional que hablaba de sus herramientas de trabajo (cizallas, sustancias químicas, sierras), como el más orgulloso ebanista pudiera hacerlo de las suyas, Luis se sofocaba tratando de contarle a sus amigos que aquel polaco había desmembrado a algunas de sus víctimas y los había esparcido en diversas bolsas de basura para destruir cualquier evidencia.

Estaban tomando tragos en el piano - bar de rigor. Era viernes, día de pago y tenían además una excusa para celebrar: Luis, que había estado ausente durante algunos viernes, se reintegraba a la juerga. Domingo y Julio no cesaban de repetirle la falta que les había hecho el amigo. Echarse palos a dos era aburrido, lo más parecido a salir con las esposas. Los amigos se conocían casi como cónyuges, podían adivinar sus torpezas y predecir sus bromas. En cambio, cuando estaban los tres, como en todo triángulo, la dinámica implicaba ciertas alianzas y complicidades con consecuencias mucho más divertidas y mejores chistes.

Luis pasaba por alto aquellas exaltaciones y proseguía su búsqueda de interjecciones para compartir con sus compañeros aquella sensación contenida de asco por un lado y de fascinación por la otra. “¡Cómo podía ese hombre acariciar la cabeza de sus hijitas con las mismas manos con las que asesinaba a sueldo!”. Pretendía contarle a sus compañeros los detalles del reportaje, les decía que habían mostrado videos de su acogedora vida familiar, con su esposa y sus tres hijas. “Era un padre ejemplar y de cuerpo presente, que acompañó cada centímetro del crecimiento de sus niñas”. Luis seguía machacando: “Kuklinsky utilizaba frecuentemente cianuro para acabar con sus víctimas y jamás abandonaba el lugar sin percatarse personalmente de los estragos –hasta la muerte- que les causaba”.

Domingo hizo girar su silla para pedir otro trago y al hacerlo notó la llegada de dos mujeres solas. Sintió un alivio cuando, unos segundos después, apareció la tercera. “¡Perfecto!”, pensó y dijo casi simultáneamente, y Luis, que estaba absorto en sus propias palabras, se acaloró contra Domingo: “¡Cómo que perfecto!, ¿qué quieres decir con eso?, ¿estás loco chico? ”.

- Al tipo lo agarraron cuando ya había matado como a veinte personas y sabes por qué… por algo tan simple como contar sus cosas. Mientras obró sin testigos, cualquier otro error lucía apenas como indicio, nunca como prueba, concluyó Luis la frase indignado al constatar que nadie lo escuchaba; no hubo entonces fuerza física capaz de detener entonces su carrera rabiosa hacia la salida del local.

Domingo y Julio se quedaron dilucidando si privaba en ellos la preocupación por la pea psico-criminológica de Luis o el fastidio que les provocaba la repentina frustración de una posible velada de antología, con tres mujeres de poesía…

A Luis le latían las sienes, andaba embalado por la autopista y en cada cambio de luces percibía una señal del pasado, como fotografías con flash fueron apareciendo frente a el, con los ojos rojos por el efecto del destello, sus padres y abuelos y luego, inexorablemente, Kuklinsky. El cinismo del polaco le perforaba el hígado y para aliviarse intentaba recordar momentos placenteros de su reciente viaje a San Francisco. Las ganas de compartir sus vivencias le amargaban incluso el ejercicio de auto-terapia, quería contarle sus cosas a alguien a quien verdaderamente le importara, necesitaba compartir. Había visto alguna vez, en un festival de cine, una película deliciosa que transcurría en un burdel donde los hombres se rendían más por el ambiente de camaradería que en procura de placeres sexuales. Frecuentemente se amparaba en escenas cinematográficas para remontarse. Tan grato que sería vivir sólo noventa minutos, como le ocurre a los protagonistas del celuloide - pensaba imaginándose que algún excelente guionista le encontrase introducción, nudo y desenlace, a su prolongada angustia. Se regodeó revisando primero a los cineastas nacionales pero pronto descartó el intento, pues se le encimaban malandros, policías y tigresas de ébano o marfil, que lo manipulaban, lo exprimían, lo reprimían y sobre todo lo comprometían a ser aquello que detestaba. No es que fuese asexuado ni homosexual, era simplemente comedido y racional. Prefería hacer el amor para coronar una cópula previamente intelectual. Se auto recriminó inmediatamente el uso recurrente de prejuicios. “El cine nacional está cambiando, otras tramas y lenguajes dan fe de nuevas intenciones y desempeños” se decía Luis frunciendo el ceño, pero sin hallar en ellos ningún rol que le calzara a él.

Quiso verse en comedias americanas y aventuras australianas, le ganó algunos minutos a la depresión al inventar un diálogo con varios actores laureados. Al final privaron, por supuesto, los gajes de su oficio de estadístico y formuló un cuestionario a modo de encuesta:

¿Cómo puede soportar la máscara de la actuación y regresar luego a su normalidad sin cicatrices?

¿Siente Usted alguna responsabilidad al propagar arquetipos violentos?

¿Sería Usted capaz realmente de matar por amor, como ocurre tan frecuentemente en pantalla?

De todas las voces que se agolpaban en su atribulada cabeza, sobresalía siempre la de aquel Kuklinsky maquillado como un actor para las cámaras y narrando sin cejar los intríngulis de su oficio amortajador.

- ¿Tiene Usted algún remordimiento? (reportero en off).

- Sí, en uno de los casos… pero no debería decirlo aquí- repostó Kuklinsky de tal forma que ya los avezados espectadores supieran de antemano que contaría cada detalle de aquel arrepentimiento. El reportero intervino de todos modos pidiéndole a Kuklinsky la confesión, que fue ésta:

- El hombre se hincó a mis pies y se puso a rezar invocando a Cristo; con devoción rogole socorro. Yo lo consolé dándole una tregua de media hora, por si el buen Dios acudía en su auxilio…Claro que no llegó. No he debido darle expectativas…

Luis hizo un nuevo intento por controlar su memoria unívoca. Abrió la ventana del carro, pisó el acelerador y se engañó aspirando la brisa fresca de la medianoche y recordando su reciente viaje a San Francisco. Las ganas de contárselo a alguien le impidieron deleitarse en recuerdos hedonistas. En cambio intentó descifrar aquellas características sociales o antropológicas que había anotado en su diario para reflexiones futuras. Por ejemplo le había llamado poderosamente la atención que en aquella ciudad, cuna de artistas y excéntricos, hubiese visto templos de todos los credos y a cada tres pasos. En verdad los había católicos, evangélicos, protestantes, pentecostales, budistas, taoístas, judíos, islámicos, dianéticos. Podía imaginar sin dificultad la vida de cientos de miles de feligreses concentrados en torno a cada una de esas órdenes: bautizos, comuniones, casamientos, decesos, fiestas patronales y, claro, servicios semanales con sus actos de contrición tan propicios a la hora de buscar pareja, amigos y de encontrar el marco existencial para no pasar por la vida desapercibidos, de incógnito, sin impronta. El resto de los mortales, aquellos que combatían el anonimato fuera de las diócesis, optaban por hacerse notar desafiando el orden establecido voluntaria e involuntariamente. Así había drogadictos, mendigos, punketos, exhibicionistas, lateros, pintorescos personajes de antaño, lectores improvisados de poesía… El efecto de la enumeración hizo reír a Luis. Cada una de esas palabras respondía a imágenes que había disfrutado en San Francisco. Siguió enumerando: “turistas y estudiantes de todas partes del mundo, golfos y golfistas, veleristas, ciclistas, patinadores, alcatraces, gaviotas, focas, locos, músicos, pescadores, vendedores, financistas, oficinistas, tiburones, anémonas. Una marejada amorfa, heterogénea, de seres vivos incesantes bajo la luz ultra brillante de San Francisco”. Cada noche, de las siete que había pasado en California, regresaba al hotel extenuado y prendía mecánicamente el televisor. Lo recordaba todo vívidamente: dos películas acerca de casos judiciales. Definitivamente los abogados y los médicos, con sus conflictos y sus historias, competían por el rating con las comedias de corte humorístico acerca de las relaciones inter personales. Ahora evocaba una por una las series televisivas (desde Perry Mason y el Dr. Kildare, hasta L.A. Law, E.R. pasando por Amigos y Casado con hijos) para sustentar sus lucubraciones de medianoche.

¡Qué ruido infernal hacían tantas reflexiones, tantas teorías, tantos argumentos sin destinatario en su atribulada cabeza!; pero al menos llevaba unos minutos sin pensar en Kuklinsky. Claro que al constatarlo volvía a el. Siempre a el en la pantalla, a el calificando las virtudes del cianuro “porque no deja huellas”, como sí las dejaron las numerosas escobas que su madre rompió sobre su espalda de niño, “porque era una mujer muy religiosa y creía en el castigo corporal para limpiar el alma”. El reportaje mostraba fotos de Kuklinsky monaguillo y buen samaritano, mientras el, adulto, asesino y preso, iba narrando monótonamente que: “En esa época yo aplicaba al pie de la letra aquello de poner la otra mejilla, hasta que empecé a patear traseros” Desde entonces ya nadie más osó detractarlo. Su aplomo corporal, el copete a lo James Dean y cierta ternura (que las mujeres logran detectar inmediatamente en los hombres que sufren), conquistaron el corazón de una muchacha linda y buena, cariñosa y comprensiva que muy pronto le dio el sí en la iglesia y en seguida, una por una, tres paternidades. De poco valieron los esfuerzos nobles de Kuklinsky por enmendar su reciente juventud criminal. Al no tener ninguna calificación laboral, el sueldo vil que percibía trabajando le fue agriando la honestidad. Ahora que tenía una familia, quería convertirla en todo aquello que había soñado: en un nido de amor y de cariño.

No faltaría nada en ese hogar ejemplar. Los primeros muertos por encargo pagaron la hipoteca de una casa en los suburbios, y cada uno de los caprichos de sus hijas. Hubo, como en cualquier casa de profesional clase media estadounidense, abundantes muñecas y películas de video en el cuarto de las niñas, dos carros en el garaje, lavadora, secadora, equipo de sonido, vestidos nuevos en cada cumpleaños, cantidades de regalos debajo del arbolito de Navidad y, además, constancia de todos los momentos esplendorosos. El reportaje mostraba a Kuklinsky arrodillado a los pies de sus hijas siguiendo, exaltado, los pininos de la mayor, la aparición del primer diente de la segunda…

- Era un marido maravilloso aunque algo reservado- declaraba la esposa debidamente acicalada para el reportaje. “No, no podría regresar con el ahora que lo se todo. Soy una mujer de principios, soy muy cristiana”.

Todas esas imágenes, palabras y reflexiones atormentaban en progresión geométrica los cada vez más frágiles nervios de Luis, por suerte se interpuso repentinamente la realidad objetiva, en otras palabras, la necesidad de encontrar pronto una bomba de gasolina. No era una tarea sencilla a esa hora oscura, así que se entretuvo armando una estrategia típicamente masculina. Descartó todas las gasolineras periféricas echando mano a dos recuerdos forzosamente culturales. A La Hoguera de las Vanidades de Tom Wolf, en la que el triunfador protagonista toma, literalmente, una calle equivocada y por ese ínfimo incidente pierde todos sus bienes, sus afectos y acaba preso por homicidio además de blanco de todos los rencores raciales, clasistas y penitenciarios. Y a la visita que el semiólogo y escritor italiano Umberto Eco hiciera recientemente a Venezuela, y en la cual explicara ante una audiencia de tres mil, la importancia absoluta y trascendente de las calles en el desarrollo de las tramas.

Otra vez, pues, la avalancha de palabras y las analogías lo asfixiaban. ¿No podía simplemente manejar?, ¿por qué tenía que contaminarlo todo con tantas referencias?.

Le quedaba suficiente combustible como para llegar hasta Las Mercedes, una urbanización particularmente iluminada los fines de semana. Muy distinta, por cierto a aquella otra, también Merced (así en singular y en San Francisco), donde en vez de discotecas y restaurantes, privaban casas residenciales concentradas alrededor de un lago, y en la cual muchas calles tenían nombres comunes y apellidos latinos (Chávez, Castro, Fernando). Su única reticencia era que en Las Mercedes podrían estar aún Julio y Domingo, aquellos que no habían querido escuchar su enojo con relación a Kuklinsky, en el bar de la calle New York.

Subyugó la improbable hipótesis de encontrarse con sus amigos al percatarse de la hora y detuvo el carro bajo el foco más iluminado de la estación de servicio. Allí se bajó del carro satisfecho de sus precauciones y de sus reflejos.

…treshombreseleabalazaronapatadas, secuestráronle y aplastáronlela cabezacontrelfondodelcarro.

Yació con un par de suelas pisándole la cabeza durante una eternidad. Fue recobrándose del desmayo mas no de las patadas, sentía un dolor de cuerpo desmembrado, un dolor hediondo a sangre en grumos. Ni chistó.

¿Lo dejamos zumbao o lo quebramos?- preguntó el que podía ser el dueño de las suelas acogotadoras, o sea, que hablan de mí- pensó Luis. Y, acto seguido, ¡qué desengaño! no era su destino lo que se debatía. Entonces ¿qué?.

Es una bola de real – insistió Suelas.

Una voz gangosa que provenía del volante espetó un unívoco e imperativo “ ¡cállate!”.

No se habló más. Desde el fondo de sí mismo, fétido, fetal, Luis recordó a Kuklinsky. “Callar no deja rastros ni evidencias”, asintió para sí a favor del espetante. ¡Por qué no habría de existir la palabra espetante! ¡Cómo llamar entonces a aquel que le clava a uno la espada en el cuerpo o a aquel que dice algo causando molestia o sorpresa!

Ahora olía a mar, a salitre, a Caribe, no como el Océano Pacífico de San Francisco que huele a viento. Le costaba trabajo respirar y tenía las piernas entumecidas, virtualmente amputados los brazos, inútiles también los ojos.

De pronto en una parada, que Luis supuso de semáforo, un ruido infernal estalló en el techo y se armó la reyerta. Luego dedujo- por las voces nuevas que escuchó- que se trataba de un atentado juvenil. Calculó que podían ser apenas dos muchachos: el que lanzó la piedra con destreza de pitcher grandeliga y el que aprovechó el descalabro para apuntar al que suponía dueño y señor de la nave. El resultado fue una balacera, Luis oyó petrificado los disparos y el chasquido de las puertas del automóvil. Cuando logró desentumecer su entendimiento, el carro rodaba a 150 kilómetros por hora y habían desaparecido las suelas de su cabeza. Con una naturalidad nunca antes experimentada, se incorporó. Abandonar la posición fetal y la oscuridad fue un nacimiento difícil pero apenas ganaron sus pulmones algo del aire fresco, Luis sintió en la garganta la vocal iniciativa de la vida. Pronunció esa primera A con desparpajo de recién nacido y se sentó en el asiento trasero, ahora despejado y bien dispuesto para su propia comodidad.

Adelante el chofer no reparó la novedad, huía. Luis ignoraba cual de las tres máscaras que lo habían secuestrado en la bomba de servicio era el conductor ó si se trataba de uno de los muchachos, tampoco le importó. Desató sin prisa el cordel de su zapato y con un gesto de mafioso cinematográfico se lo echó al cuello al delincuente que manejaba.

- ¡Escúchame o te quiebro!

La persona que estaba al volante fue el primer trasero que Luis pateó.


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