29.8.10

Ricardo Azuaje


Carro rojo

Érase yo atravesando una ciudad dormida, huyendo sin motivo aparente, dibujando en la evasión un perfil de mi vida, ambiguo, como mi carácter, falso, como mis razonamientos (o racionalizaciones, según Gustavo desde su botella de vino y cultura a dos lenguas, una muerta); perdido en mis acciones buenas y viriles, en el retorno a las sanas y correctas costumbres (pero, entonces Paula); perdido en una sonrisa sin género (curioso cómo se parecen), aunque sí modo, y el niño modoso escapando nuevamente, dejando el pelero a través de una ventana de cristal y corriendo por las trincheras de la moral, el estudio, el trabajo y el futuro acondicionado en una oficina con aire garantizado por el título y cinco años de Facultad de Ingeniería de la ULA, ESTUDIAR Y LUCHAR HASTA VENCER, SI SOMOS EL FUTURO POR QUÉ NOS ASESINAN y a mí también me gustan Lezama Lima y Focus, Paula sonriendo en mitad de una manifestación de la FCU –AQUÍ ESTÁN / ESOS SON / LOS QUE ROBAN LA NACIÓN– y Gustavo más tarde en un parque de la Urdaneta ofreciendo cigarrillos para brindar por el sorprendente encuentro de tres lectores de Sterne en la ciudad de Santiago de Los Caballeros.

Érase yo atrapado entre la estadística, los ojos de Paula y una noche que Gustavo habló del desorden de los sentidos (Gustavo Rambó, no Rambo), del orden de los sensatos y del sin sentido de navegar por un solo canal en esta descuidada carretera de la vida –donde todos te gritan ¡Conserva tu derecha!– dejando virgen todo ese territorio de placer que nos rodea y tienta.

También Cocteau y un carro rojo. Pero el carro viene después, es decir, ahora, cruzando por la Treintiuno, despacio, Fairlane él, Quinientos, bajando por la Cuatro y casi parando junto a mí, que cruzo en la Treintidós y desaparezco en la oscura noche de los tiempos de beca, monte, conversaciones hasta las cuatro de la mañana en el apartamento de Gustavo, estudiante privilegiado que gozaba de tanto espacio mientras Paula y yo vivíamos en habitaciones pequeñas y apartamentos sobrepoblados. Discusiones sobre política, filosofía, literatura, música, mucho cine y vida futura. Tres ángeles con espadas flamígeras planeando siempre cómo hacer que la humanidad entrara de nuevo en el paraíso, para reforestarlo con árboles prohibidos y demás gramíneas (y cyperáceas). Ángeles no por considerarnos superiores al resto de los merideños y mortales, sino por ser iguales los tres, con las mismas aspiraciones y desencuentros con el mundo organizado y presente, por ubicarnos en la misma ruta y a la misma altura (no era cierto, pero entonces no sabíamos, no sabía). Ángeles que abordaban juntos las vacaciones, al sur del Lago, Paraguaná, Cumaná y otras regiones equinocciales de nuestro continente; que en Caracas iban juntos a cines, museos, teatros y cuanto espectáculo y sitio interesante había en la ciudad; que empujaban entre los tres el sueño de Gustavo de ser escritor (aunque estoy demasiado influenciado por mi especialidad, en pleno trópico aparece Calíope en chorcitos y no logro quitarme de encima a la grecorromana, es una lucha), la ambición de ser actriz de Paula (pero me aterra el miedo escénico), y la mía de dedicarme a la investigación y trabajar en Amazonas (no quiero encerrarme en una oficina, quiero aventura, quiero selva).

"¿Qué decir de las amistades apasionadas que hay que confundir con el amor y que son otra cosa, sin embargo, límites del amor y de la amistad, de esa zona del corazón en que intervienen sentimientos desconocidos y que no pueden comprender los que viven en serie?".

¿Qué decir Jean? Que éramos Gustavo, Paula y yo, creadores de un tríptico autorretrático, monstruo amoroso de tres cabezas, cada una puesta en una carrera y una vida, y mejor no sigo por ahí porque no lleva a ninguna parte, igual a este caminar sin rumbo en una ciudad cubierta por la niebla y un Fairlane que vuelve a hacer deliberada y lenta aparición, otra vez frenando un poco y yo cambiando de acera y mentalidad después del título, toga, birrete y trabajo en Barinas, más tarde Ministerio del Ambiente en Caracas, funcionario público, salvaguardado mi patrimonio por la ley y Gloria también sonriendo, pero no en una manifestación, en la fuente de soda de un centro comercial; tampoco hablando de Lezama Lima o Tristram Shandy, más bien de asuntos de la oficina, postgrados y del azar que hizo imposible que nos tratáramos en Mérida estudiando la misma carrera y con sólo un semestre de diferencia, y que ahora trabajemos juntos y salgamos a menudo y cualquier noche nos demos cualquier número de besos en un rincón de su apartamento arreglado con gusto y alevosía.

Cuatro años, a punto de perpetrar vida conyugal, estabilización total, y entonces este arranque, ganas de volver a la ciudad donde tanto aprendí (no precisamente en la universidad), aprovechar unas vacaciones y venir solo a reencontrar el espacio que Paula, Gustavo y yo inventamos con nuestros largos paseos y al que bautizamos Mérida, por parecernos el nombre adecuado para esta meseta cubierta de casas, parques, iglesias y aquejada de universitas emeritensis (POR UN JUSTO PRESUPUESTO). Gloria preguntando por qué no puedo ir amor y yo sin una respuesta ad hoc a mano, aun así rechazando su cálida compañía, tan dulce y adecuada a esta ciudad de frío y neblina.

Érase yo en una ciudad cambiada, cambiado también, asombrado por los nuevos puentes, paseos, edificios, tascas, restaurantes vegetarianos y demás elementos del inventario que levanté los primeros días de soledad y fastidio, a punto de abortar la búsqueda del tiempo perdido y regresar a Gloria, la de los níveos brazos, la de tiernas y telefónicas recriminaciones por dejarla sola en una ciudad de cuatro millones de alienados –menos uno– mientras venía a divertirme en esta sede del derrape y la nostalgia hippie (MÉRIDA ES DE PINGA, TODO EL MUNDO SINGA). Érase yo que no me decidía a volver porque había venido buscando algo, lo que perdí al abandonar la ciudad, al romper el contacto con Gustavo y Paula, con los gérmenes de un mundo personal que prometían. Qué prometían. Paraba en cualquier esquina y preguntaba al ingeniero Félix si acaso no estaría inventándose problemas o intentando revivir situaciones y momentos que cumplieron su ciclo y tiempo cuando les tocó, es decir, entonces. En vez de una respuesta franca y definitiva: un carro (un Fairlane llamado Deseo), esta vez cerca de la plaza Bolívar y ya no puedo dudar de su juego nada difícil de adivinar, lo conozco, en otros tiempos pasé varias veces por él, en estas calles. El carro se acerca, me sigue tímidamente (un Dodge, un Toyota techo de lona), da algunas vueltas para acumular energías y derrochar gasolina, finalmente se detiene, el conductor, con su mejor voz, pide un cigarrillo o pregunta adónde voy, después se ofrece a llevarme. Mi táctica fue siempre ignorarlos, como esta noche, empeñada en desplegarse sobre un mismo tema, en llevarlo hasta el fin (para eso viniste, y vuelve a llenar las copas).

Érase yo, el gato Félix, el que rompió todos los contactos con las otras cabezas del monstruo, cuestión de no quedar convertido en piedra, en sal de fruta o algo peor; ángel caído buscando alejarse de ese cielo triangular lleno de exigencias y límites a romper, buscando refugio en otra frase de Cocteau: "Vivir es una caída horizontal", y entonces no es posible aferrarse a un punto de la caída, Gustavo, hay que seguir y contar nada más con lo que tienes a mano, que siempre será menos de lo que esperabas o querías. Gustavo no se da por aludido, estira las piernas y dice no es a mí a quien quieres convencer y Paula no tardará en llegar. Y no es a Paula tampoco.

Pálida Paula de Escuela de Historia, pálida y perdida Paula, vuelta a encontrar en la plaza Colón, por puro accidente y autobús azul, de la universidad, bajando de él ante mis incrédulos ojos (nunca tuviste mucha fe visual, san Félix, dijo más tarde), pues no era posible que todavía fuese estudiante. Y no era, profesora abrazándome y exclamando ¡Félix, tú aquí! De lo más histórica y romana. En el Santa Rosa, reconstruyendo nuestras biografías entre empleados de bancos, italianos viejos y ociosos, marroncitos y una caja de Belmont, por favor. También la de Gustavo, que perdió el apoyo de su familia, abandonó la carrera y se convirtió en escritor a tiempo recortado, trabajando en cualquier cosa para mantenerse y viviendo ahora con Paula, la de los labios temblorosos una noche extraña y lluviosa en que un compañero le falló y estuve como amigo que presta su hombro y oreja al consuelo. Hablando de sus liberaciones, intentos de ir más allá de los clichés acerca del amor y el fullcontact. Es un engaño, Félix, te dicen que sí, que están de acuerdo y comprenden tu posición, pero en el fondo te consideran una puta inteligente y nada más, o les da por el lado evangélico y novelero y pretenden recuperarte para su mundo, como si fuera el único posible, el mejor, y a veces me pregunto. Le hablo de mis dudas, posiblemente pertenezco a la misma clase de gente que execra. No, tú no, Félix, tú estás conmigo, con nosotros, somos compañeros de ruta. Tampoco yo soy muy lúcida, vivo dando y recibiendo trancazos, pero sigo buscando, como tú, piedra pequeña. Un beso suave, un abrazo. Un cambio apenas perceptible en nuestras relaciones, pero que Gustavo registró y anunció una tarde que bajábamos por la Cuatro devorando una bolsa de churros comprados cerca de la plaza Bolívar, entrando en tema y calor con una frase de Regis Debray que anuncia que toda amistad con una mujer no es más que un largo camino hacia el coito, más o menos machista la frase pero hasta cierto punto cierta, más con Paula que era extremadamente sensual y decidida a la hora de pasar al contacto de los cuerpos amigos. Gustavo nos observaba, pero no era un verdadero espectador, de algún modo estaba adentro y el río de actos y palabras que me llevaba a Paula, tarde o temprano –de noche seguramente– desembocaría también en él.

Exámenes finales en todas las materias, en todos los sentidos, no del todo desordenados, asustado y emocionado al mismo tiempo por el curso que tomaban nuestras amistades (era una amistad plural, tres en una, como cierto misterio cristiano y cierta pulitura de muebles de madera).

Fue el miedo, también las pasantías, me obligaron a salir de Mérida y a pasar tres meses en los bosques de Guri, demasiado tiempo ocupado con la biomasa como para pensar en los ríos que van a dar a un estudiante de Literaturas Clásicas, que es el morir. Fue el miedo y la necesidad de preparar los resultados, sacar las conclusiones y presentar el trabajo al jurado, que lo consideró mediocre, pero aprobable, igual que su autor, rehuyendo el encuentro con los seres que más amaba, por. Fue el miedo, el título y la misma sonrisa de Paula invitándome a cenar en su apartamento esta noche, habrá tortilla española, arepas andinas y Gustavo.

Y el carro que no aparece, han pasado más de veinte minutos, un Malibu, dos Fiat, un Toyota y ningún Fairlane. ¿Será que se cansó de merodear una presa que no mostraba ningún interés en ser presa, o acaso habré perdido mi sex-appeal para los conductores morbosos y trasnochados? En todo caso, he perdido la angustia, ahora gozo de una desesperación fría que se confunde con la temperatura y temperamento de la ciudad, soy parte de ella, o al menos me parezco que jode. Como ella, no termino de definirme, no soy ni ciudad universitaria ni típico pueblo andino, ni chicha ni limonada; aparento ser muy libre –Félix es de pinga– y de avanzada, pero, a la hora de la verdad, soy más conservador que Ejido o El Vigía –sólo el domingo singa. Soy engañoso: potencialmente capaz de hacer y dar maravillas; en la práctica, un ingeniero forestal que cumple con su horario corrido en el ministerio. Gustavo dibuja una caricia en el aire que rodea mi cara y dice no debes torturarte, las ciudades nunca terminan de construirse mientras viven, nunca son definitivas. Estás vivo, tienes tiempo, toda una noche. Puedes esperar a Paula en su cuarto.

Soy yo frente a la puerta del apartamento de Paula, al lado de una ventana, curiosa, porque da al pasillo. Un edificio diseñado en el más puro estilo gocho, diría Gustavo. Mentira, no dice nada porque no está presente. No ha aparecido en toda la tarde y seguro no vendrá esta noche. La sala llena de libros y discos, pocos muebles, apenas dos sillones y una mesita abarrotada de revistas, con una estatuilla hindú presidiendo el desorden, horrible, con tres ojos, seis brazos y en posición de loto. Paula regresa de la cocina con dos copas de vino y vistes mucho mejor ahora, en cambio ella con unos jeans desteñidos y una blusa florida y transparente que deja entrever senos libres de sostén. Venía preparado para una cena formal, donde se hablaría de nuestro pasado con mucha cortesía y buen humor, no es así, es un encuentro cálido que juega con el tiempo y nos devuelve a pocos meses antes de graduarme.

Comemos en la cocina, hago algunas bromas sobre la ventana y Paula piensa poner una reja. Es fácil forzarla. La sobremesa es en la sala con música de Weather Report, "Mercado negro", no ocupamos los sillones, nos sentamos en una vieja estera con las piernas cruzadas –como la estatuilla– y cada uno va dejando caer pedazos de su vida por riguroso turno. La decepción es la constante, el hilo conductor de Ariadna que guía a Teseo fuera del Laberinto, a los labios de Paula. Ruidos en el pasillo, golpean la ventana y nos separamos, sin sorpresa, ambos esperamos la llegada de Gustavo, la deseamos. No vendrá, ni siquiera sabe que estás aquí. Te sorprenderás cuando lo veas, ha cambiado mucho, se ha vuelto introvertido, descuidado en el modo de vestir, él, que se consideraba el último dandy criollo. Bebe y fuma mucho. Pero, al mismo tiempo, se mantiene, sigue creyendo en aquellos principios que proclamamos cuando éramos estudiantes, no se ha traicionado. Lo dice de tal forma que nuestro encuentro se convierte en una reunión de desertores que traslada la sede y la botella a su cuarto, pero antes cierra la puerta principal con llave. Esta noche eres mi prisionero. Al encender la luz nos encontramos ante un afiche de Ifigenia, de Cacoyannis. Sacrificada a los dioses, como todos nosotros cualquier día hábil de la semana. Me burlo de su culto pesimismo y ella responde con un almohadazo, después la blusa abandona su torso con facilidad y Grecia retorna, pero sin sacrificios propiciatorios, o sí: hacemos un holocausto con nuestras ropas, las palabras quebradas por el uso y la rutina, con los años que precedieron a este encuentro, con el miedo y Paula borrando mi memoria con ternura táctil, pero no su ausencia.

De un forestal en el infierno: una noche senté a Paula en mis rodillas –y pensaba en Gustavo.

Me siento en un escalón de la catedral a decidir mi destino, cara o cruz: ir al hotel o volver al apartamento de Paula; tocar el timbre o entrar por la ventana; cuál cuarto abordar. Ahí están, pensé que no volvería a verlas, las garzas locas –según Paula– volando de noche sobre la plaza Bolívar, entre la neblina, primero en una dirección, pocos minutos después, en dirección opuesta, como si estuvieran perdidas. La primera vez que las vimos bailamos de la emoción, era un espectáculo completamente inesperado y hermoso. Los tres coincidimos en que era una señal mágica, los dioses nos favorecen gritó Gustavo y Paula le sacó la lengua, después un policía nos sacó de la plaza, por escandalosos. Cómo debo interpretar su vuelo esta noche. También el Fairlane rojo, un pájaro de raro agüero que esta vez detiene su marcha y hace señas para que me aproxime. Recuerdo los cuentos de Gustavo sobre algunas de sus aventuras nocturnas: en ese momento subir al carro es jugar a la ruleta rusa, no sabes con quién vas a encontrarte ni hasta dónde van a llegar, es el sexo o la muerte, o ambos. Todo depende, es posible que el tipo sea peligroso, pero esa noche no esté "cargado". Si lo está, es altamente probable que aparezca varios días después en la primera página de Frontera con un titular triste de joven maniatado and dead. Pero es una delicia jugar. El muy original quiere un cigarrillo, no puedo ver su rostro, lo protege la oscuridad del carro, más fuerte que la otra. Le digo que no fumo y reinicio el camino en sentido contrario, para que no me siga, es el camino que me llevará de vuelta al hotel. La suerte está echada, en una cama revuelta por nuestros sentidos, mirando con ojos que todavía dominan los sueños, preguntando a qué hora vendré hoy. Tengo que dar clases hasta las seis, pero si vienes antes es posible que encuentres a Gustavo, por si acaso, deja una nota en su cuarto. Plácida Paula.

Abro la puerta despacio, pero no está, aunque se siente su presencia. Un colchón en una esquina con tres cobijas de distintos colores amontonadas y formando una montaña coronada por un interior blanco. En el piso varias botellas vacías de vodka y miche, dos ceniceros llenos y otras colillas regadas bajo un pequeño escritorio con una máquina de escribir rodeada de papeles. Dos afiches, uno del último Festival Internacional de Teatro, una mano con seis dedos; el otro pegado en el closet, Marlene Dietrich mostrando sus magníficas piernas (Der blaue Engel), a su lado, una foto descolorida hecha por una cámara de revelado inmediato. Tomada por Paula en alguna de nuestras excursiones al Valle, Gustavo y yo abrazados, él mirándome. No recuerdo el momento, pero entiendo, y sé muy bien –sin saber cómo– que la mirada continúa, no ha concluido. Una hoja y un libro tirados en el suelo, el libro es Niebla, de Unamuno, la hoja es bond tamaño carta y con algunas líneas escritas a máquina. "Una mujer en la fuente de soda de un centro comercial, una ventana siempre y yo esperando inútilmente el hombre que no ha de llegar, ni aun a través de mi escritura". Tomo un lapicero y agrego: un hombre ha llegado, tal vez. Félix. Pego la nota con un chinche en un muslo de Marlene y salgo. Antes susurro, volveré.

¿Eres tú? Tienes casi una semana en Mérida y no has vuelto a tener la delicadeza de llamarme. Disculpas vagas, justamente en este momento iba a. Tu voz, es distinta, ¿estás enfermo? Quizás, el clima, las amistades, una mujer en una fuente de soda, un deseo al borde de la liberación; o quizás esté a punto de curarme. Claro, me cuidaré. Me quiere y espera que regrese pronto.

¿Soy yo? Nuevamente ante la puerta de su apartamento, antes de las seis. Toco el timbre y Gustavo abre la ventana. Ha vuelto el hijo prodigio, tendremos que celebrar. Cierra la ventana y aparece en la puerta con un abrazo cálido que me levanta del suelo. Desde que leí tu nota no he podido estar tranquilo, de hecho no hice nada en todo el día, sólo esperarte. Nuestra conversación es un caos al principio, salpicado de vodka y más tarde, después de las seis, de una botella de vino chileno. Deja atrás la euforia con que me recibió, ahora me contempla sosegado desde la cocina, prepara una ensalada mientras pongo un disco de Keith Jarret que me gusta mucho, Treasure Island. Me acerco a la mesita de revistas y tomo la horrible estatuilla hindú. No es hindú, es japonesa, Aizen Myo, dios del amor, menos popular que su colega griega por estos lares. Tiene tres ojos, tres miradas, como nosotros, y todos nuestros brazos. Japón nos comprende, chamo.

Paula no llega, cenamos y le dejamos comida en el horno, nos acomodamos en los sillones y pasamos un rato en silencio. Esta noche reproduce la anterior como un espejo, somos la imagen invertida, en género y ubicación espacial, pero en esencia. ¿Terminará igual? ¿Quiero? ¿Por qué volviste? Busco una respuesta clara, hablo de Gloria y del matrimonio en ciernes, de una vaga insatisfacción que no llega a oprimir, pero que tampoco desaparece. De una historia inconclusa, de cierta frase de Regis Debray que adquirió otras connotaciones, prolongaciones. Todo esto con voz temblorosa, con una voz distinta. ¿Estaré enfermo? No, estás donde quieres, Félix Odiseo, a punto de terminar tu largo viaje de cuatro años, pero no en la Ítaca donde reinan los tejemanejes de Penélope Glamour, sino en Ogigia, la isla de Calipso, la ninfa. La ninfa es Paula. No, la ninfa puede vestir muchas caras y cuerpos, puedes ser tú, Paula, Gloria, yo. Por qué crees que Ulises permaneció siete años en esa isla, Calipso nunca era la misma, el mismo.

Una conversación muy clásica y peligrosa. Pero es una delicia jugar, acercarse, dar vueltas sobre el punto donde finalmente caeremos (¿caeremos?). Sin embargo, el viaje no ha terminado, ¿verdad? –llena de nuevo las copas– y no se vale que te remolque hasta un cuerpo seguro, debes llegar sin ser forzado. Es tarde ya y Paula no da señales de vida, no comprendo por qué se ha tardado tanto. Quédate, ella vendrá, nunca duerme fuera del apartamento, puedes esperarla en su cuarto, o en el mío. Deja el sillón y la copa de vino, la retórica y la prosódica, la discreción y me besa en los labios. Pasa llave a la puerta principal –este mes han robado varias veces en el edificio– y se va a su habitación.

Me levanto desconcertado y con un corazón que late furioso, voy al pasillo donde están los cuartos. Las puertas enfrentadas, entre Escila y Caribdis (para seguir con la onda homérica), a punto de naufragar en el deseo. Solicito una tregua y tomo el cuarto de Paula como zona desmilitarizada, trato de razonar, pero mi mente está cubierta por el rostro de Gustavo, por su mano tomando la mía mientras me besaba, por el contacto de su lengua. Es cómico, o triste, pero estoy deseando que Paula llegue para acabar con esta ansiedad, sólo ella puede rescatarme, y al mismo tiempo no quiero ser salvado. Además, ella no vendrá. Sabe, los tres sabemos.

Fue el miedo, la necesidad de escapar buscando las llaves en la sala (en su cuarto la luz prendida), haciendo el menor ruido posible (en el cuarto su cuerpo esperando). Búsqueda inútil, sensación de haber caído en una trampa, dulce, pero trampa al fin. Entro a la cocina a servirme un vaso de agua y en plena resignación redescubro la ventana, corrediza. Fue el miedo, siempre cortándome el camino, evitando que llegue adonde soy esperado, donde también yo espero. Miedo a entrar en una dimensión que va más allá del cumplimiento del deseo, porque si entraba a su cuarto ya no volvería a ser el mismo, no podría volver con tranquilidad a mi aburrido horario de oficina, a Gloria y al matrimonio, a mí mismo. Pero vuelvo al hotel, a mi habitación católica, apostólica, viril y económica. Y no puede ser, otra vez el Fairlane, los faros que iluminan y barren de golpe todo ese futuro acartonado –¿por tan poca cosa escapé?– que me espera. No se detiene a mi lado, no me busca, estaciona en la otra acera y apaga las luces.

El juego ha terminado, o está comenzando. Cruzo la calle, abro la puerta y subo. ¿Soy yo? No, soy Gustavo.

Ricardo Azuaje (Altagracia de Orituco, Venezuela, 1959) es escritor. Ha sido adjunto a la secretaría general del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos.
Obra: Pulo, ver su blog aquí
Fuente del cuento: Editorial Memorias de Altagracia

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