29.10.06

Las hormiguitas de SALVADOR

Salvador Garmendia (Barquisimeto, 11 de junio de 1928 - Caracas, 13 de mayo de 2001) fue un escritor venezolano, autor de novelas y cuentos, guiones para cine, televisión y radio. Recibió varios premios, entre lo cuales destaca el Premio Nacional de Literatura (1972) y el Premio Juan Rulfo (1989). Sus obras más conocidas son: Los pequeños seres (1958); Los escondites (1972, Premio Nacional de Literatura) y Memorias de Altagracia (1973).
Acá les subo un cuento suyo de 1997.
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LAS HORMIGUITAS
Por las rendijas entraba la neblina, como el solo relente de un ser vivo que flota y se desune antes de fundirse en el aire. A esa hora, las tres mujercitas dormían alrededor de la pequeña mesa, hincadas las rodillas en las silletas. Una de ellas roncaba y producía una estridencia gutural que por su volumen parecía escapar de otro cuerpo y las tres descansaban, la mejilla en la mesa, igual que montoncitos de trapos, de los cuales brotaban las cabezas oscuras con sus grandes motas de cabellos color ceniza. De seguro habían aspirado mucho rato aquel vaho sin olores como de pulpa de montaña, que se colaba por los agujeros de las paredes y su efecto les había enmortecido los sentidos. Entonces se oyó el ronquido del motor de un camión y Malvina fue la primera en despertar. Era, al parecer, la más joven. Tenía un cuerpo delgado y enterizo, hecho todo de fibras que se movían con desenfado dentro del holgado camisón, cuyos hilvanes barrían los ladrillos del piso. Apenas bajó de la silla se sumergió del todo como si el suelo hubiera cedido bajo sus pies, hasta que pareció encontrar suelo firme y sus ojos redondos y vivos quedaron inmóviles al borde de la mesa. Enseguida, recurriendo a un esfuerzo descomunal que le coloreó las mejillas, tomó en peso la silleta de suela donde había estado encaramada y fue con ella hasta la puerta. Malvina se subió al asiento, luego se trepó al espaldar y triplicado así su tamaño, consiguió acercar los ojos a un agujero abierto entre el marco de la puerta y la pared, por donde se colaban despojos de nieblas. -¿Quién es? -interrogó Hildebranda, que también acababa de erguirse en la silla. -Uno -gorjeó Malvina, tragándose una risita nerviosa que la estrujó de abajo arriba como un escalofrío. -¿Es alto? -preguntó Josefina, la más vieja. -Está bajando del camión... Es joven... ¡Es altísimo! Pero afuera los faros se habían apagado y Malvina volvió a ver la noche que embutía el agujero con algodones sucios. A Josefita hacía falta mirarla a través de una lupa, para advertir que de veras debía ser viejísima: porque al natural, su dibujo era tan minucioso y hormigueante que sólo se advertía el avance enloquecido de la línea curveando y revolviéndose vertiginosamente en todas direcciones hasta conformar, ella misma, una superficie. Agrandados, los hilos llegaban a ser surcos en la carne; millones de arrugas que formaban borrascas petrificadas en torno de los ojos y en las comisuras. Ya Malvina había saltado de la silla sin provocar el menor ruido -iban las tres descalzas-. Sus dos hermanas comenzaron a reír cambiando miradas hambrientas; mientras afuera, el hombre que había bajado del camión se detenía delante de la puerta. -Es la primera vez que vengo a casa de Las Hormiguitas -pensó y por unos instantes sus piernas temblaron... -Se dice -decía un gordo canoso, de manos enormes que manejaba un camión de ganado-, se dice que tienen más de cien años y otros que las han visto en muchas partes a la vez (otros hombres escuchaban sentados en círculo frente a un patio de ladrillos húmedos. Dos o tres de ellos afantasmados en sus ruanas negras, rostros adormilados, de calaveras descollantes y mirada inmóvil), o sea, que las da la montaña: salen de la tierra como las piedras y no se acaban nunca. ...y ellas solas -las piernas del hombre- como largas esponjas absorbieron de golpe todo el jugo del árbol de los nervios y casi se echan a correr por sí solas para subir de un salto al camión y embestir de nuevo contra la niebla. Así dejaría atrás, bien lejos, como incrustada en alguna cavidad de la montaña, en la estatua inacabada del páramo con sus innumerables volúmenes tallados que se multiplican y crecen, hechizados por su propio silencio como una comarca lunar, esa casita contrahecha, negruzca, casi una concreción de humo y cenizas que se agarra al borde del barranco sobre un pequeño terraplén de piedras filas y monte calcinado. -Ésa es la casa de Las Hormiguitas -se dijo el hombre un momento antes y sin disponerse a pensarlo detuvo el camión-. No podía ser otra: es la última casa que se encuentra en el páramo de aquí para arriba -decían- y ya no podía haber otra casa: vida humana no subsistiría de allí en adelante en semejante yermo. El hombre se sujetó al marco de la puerta y contuvo su miedo. Hildebranda, unos dedos más alta que sus dos hermanas, era un caballito enano, robusto y macizo, de hombros cuadrados y una imitación de trasero que parecía tallado en piedra bruta y pesar más que toda ella. -Espera -advirtió a su hermana en momentos en que ésta se paraba de puntas para alcanzar la aldaba de la puerta. Corrió a la cocina que alumbraba una lámpara de carburo y se asomó por una tronera en el piso: Ludmila dormía tranquila en su agujero. El hombre salió de la neblina como un ángel que pasa de la eternidad al presente y contempló, debajo de él a las tres figuritas coloreadas -porque usaban pinturas fuertes en las caras y vestían telas de pintas brillantes- que le sonreían y hacían muecas. Llegaría a los treinta años, cuando mucho y sacaba su metro ochenta, nada menos y era casi blanco, musculoso y la chaqueta de cuero negro y reluciente que llevaba lo hacía llegar de lejos, de multitudes y de calles ruidosas y calientes y de ronquidos de motores y resolanas con olor de asfalto. En ese momento, Ludmila volvía en sí de su sueño. A tientas, buscó en el suelo su frasco de aguardiente, pero lo halló vacío. Entonces se incorporó con un esfuerzo que le arrancó pujidos y se sentó a la turca. Aquel pozo que olía a meados rancios, apenas le permitía estar de pie porque Ludmila era grande y espaciosa como una casa; aunque debía ser una casa vacía que nadie habitó nunca, pues el aire que llenaba sus compartimientos era imparcial y sordo; jamás absorbió ruidos ni fantasmas ni nada que pudiera germinar ya en la vigilia o en el sueño. Las enanas la habían encontrado un tiempo atrás al borde de la carretera, sin conocimiento, roncando como si se hubiera tragado un cachorro de oso. Les costó media tarde llevarla arrastrada hasta la casa: un trayecto de unos diez metros. Desde entonces vivió en el agujero. Pero ella tenía una hora alegre del día, más o menos entre las diez y las once, cuando despertaba y parecía que viera por primera vez al mundo porque los ojos le brillaban, reía de cualquier cosa, todo la sorprendía. Las Hormiguitas la bañaban allí mismo en el agujero, la alimentaban con un tazón de pisca, la vestían de limpio, la pintaban con tintes vegetales; por último le armaban un gran lazo en el pelo y la adornaban con ramitos de trinitaria. Mientras estaba desnuda, las pequeñas gateaban encima de ella; jugaban con las enormes tetas blancas. Era toda una fiesta. Entre las tres conseguían ponerla boca abajo y así daban vueltas de carnero en su espalda. Ludmila reía complacida y muerta de cosquillas y celebraba con poderosos neumas que escapaban en roncas explosiones. Después era necesario traer la botella de caña y al rato la tonta cabeceaba en un lecho de barro en el que su enorme cuerpo blanco se hundía más y más, hasta que ya no pudiera hacer un movimiento. Ellas la dejaban en paz hasta el día siguiente. En el cuarto, el visitante se hallaba ya desnudo por completo y las tres mujercitas lo mismo. Él fue haciendo lo que, esa misma tarde, oyó decir que se hacía entre el grupo de camioneros que hablaban del tema en una posada de la carretera: -Tú te acuestas en la cama, porque ellas tienen una cama grande y muy limpia y ellas se te suben encima, desnuditas. Las sintió como gatas robustas moviéndose encima de su cuerpo; era un centenar de manos y rodillas y pies diminutos correteando y brincando por todas sus carnes y luego otro centenar de deditos que se agarran a su miembro agrandado y lo llevaban del cielo a la tierra y de la tierra al cielo y él ya había cerrado los ojos... -Tú cierras los ojos y dejas que ellas te den gusto y te hagan cariño y que por fin te ordeñen entre las tres. ...y así, en la oscuridad, él empezó a crecer desde adentro; es decir, desde adentro de sus pensamientos como si empezara a soñar y era tan grande ya como el mismo páramo con sus lomas y sus crestas de piedra y sus profundidades negras y vacías y encima de él muchas criaturas que la inmensidad las hacia pequeñitas, que jugueteaban por sus parajes y se aferraban a su cartílago gigante y henchido de sangre que se empinaba hacia las nubes. Casi en los espasmos finales, mientras las enanas gruñían fatigadas sin abandonar por ello su trabajo, el hombre alcanzó a ver, por entre un velo de pestañas y niebla, algo que se aproximaba velozmente a la cama; una forma como de nube blanca que ciertamente se asemejaba al contorno de un cuerpo muy grande y luego ese cuerpo voluminoso y asfixiante cayó sobre él y lo cubrió del todo. -Pero dicen que el que entra ahí no sale nunca. Ellas, Las Hormiguitas son una bruja; una sola que se comparte en tres y al cristiano que les cae en las manos le chupan los sesos y lo dejan loco. Otros, que las han visto de día, dicen que son muy mansas y cosen y bordan y cantan canciones y si tú llegas ahí, te dejan a comer. Pero en la cocina tienen un caldero de mazamorra hirviendo y si tú te asomas a ese caldero te vas para el fondo y no sales más nunca, porque esa es la boca del infierno. A medida que aquel enorme cuerpo lo sofocaba, el hombre fue entendiendo que un frío de piedra le entraba por los pies e iba creciendo y ensanchándose a lo largo del cuerpo como un charco de espesa materia que se petrifica, hasta el instante en que una inhalación de pánico le abrió la boca por donde penetró de un solo golpe un espumarajo de lava fría que inundó el molde y lo rebasó por completo y continuó creciendo y explayándose hasta que la materia completó su forma: era una gran piedra pizarrosa pegada a la costra del páramo; paralizada en mitad del barranco, entre malezas aplastadas, rejosas, teñidas de morado o de amarillo pálido, tal como si ella hubiese rodado un día desde los hielos hasta perder allí sus fuerzas. -Una sola cosa te digo, muchacho -el gordo se alzaba del butaque y al enderezarse su vientre esplendió en medio del grupo inflándose como un terrible acorde de tubas-: si viajas de noche, no te pares donde Las Hormiguitas; sigue tu camino tranquilo. Nadie sabe lo que pasa ahí dentro. Edición digital a partir de Venezuelan Short Stories : Cuentos venezolanos, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1997, pp. 141-144.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

hola sea quien este leyendo este msj pero a mi me gusto mucho esta pagina mi correo es abraham_mous_15@hotmail.com para que me dejen mas informacion

Nadir dijo...

Claro con mucho gusto te añado a la lista de correos que reciben mis blogs.
Saludos y gracias por tus comentarios
NCHS