27.11.06

Las alas de MARANTA

Escritora venezolana. De su origen poco se sabe, y de su muerte aún no se tienen noticias, pero su existencia es casi cierta. Abundan evidencias de sus andares por aire y por tierra. La gente cuenta que al principio, cuando todavía creía en el amor, se dedicaba a sembrar capullos en el Ávila y en Barlovento. Dicen también que prefiere narrar sus historias a los vientos que pasan por los valles, pero no cabe duda de que algunas veces las escribe. El último dato verificable de su biografía alude a una vertiginosa caída por un precipicio. El impacto resultó en un par de profundas heridas en su espalda, de las que brotaron unas enormes alas color negro azabache.
Les subo uno de sus cuentos: muy bueno, conciso y lleno de imágenes. Si quieren leer otro cuento de Maranta (se llama ¿que qué voy a hacer ahora?) pueden entrar a ficción breve venezolana en la lista de vínculos. Espero que les guste.
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CON LA ABERTURA POR DELANTE
Maranta Rubiera —Pase por aquí. Se quita todo y se coloca la bata con la abertura por delante. Lo único que Yolanda agradece de estas ridículas baticas rosadas es justamente esa abertura por delante, así por lo menos se evita el riesgo de andar enseñando las nalgas peladas sin darse cuenta. Se desnuda pero se deja el reloj y las joyas: en pelotas, pero nunca sin glamour, piensa sonriendo. No puede evitar sentirse reconfortada con el ritual de los chequeos médicos. Y no es por alguna manía perversa o una fijación erótica, sino por el difícil y escurridizo placer de la normalidad. Después de todo, el consultorio es el único lugar donde entra sin sus guardaespaldas, y por una mañana se confunde con el resto de las pacientes infértiles o preñadas que esperan con ella en la sala de la clínica. El ginecólogo entra a los pocos minutos, con su actitud profesionalmente cariñosa: —¿Cómo te va Yolanda, cómo está la paciente más puntual de la clínica? Desde hace diez años no se ha perdido un solo chequeo semestral. Casi todas las mujeres consiguen mil y una excusas o razones para posponer citas, pero Yolanda tiene marcada en su agenda todas las consultas futuras hasta los próximos quince años. Un gran círculo rojo en el que su asistente no puede programar nada, por más importante que sea. Varias veces le ha tocado interrumpir un viaje de negocios sólo para asistir a su consulta, llegando con el primer vuelo de la madrugada y regresando con el último de la tarde. Su madre murió años atrás, muchos años atrás, de cáncer uterino. Lo único que le había permitido su pobreza fueron el diagnóstico y algunos calmantes, pero ningún tratamiento esperanzador. Yolanda consideraba eso una ironía de la vida, habría sido mejor ser más pobres aún, para por lo menos no haberse enterado de la enfermedad. Mientras veía a su madre gemir y morder las sábanas del dolor, Yolanda se prometió a sí misma que nunca pasaría por eso. Era todavía demasiado niña y para ese entonces no tenía idea de cómo llegaría a permitirse los mejores médicos y los más costosos tratamientos. Para ese entonces aún no se había puesto sus primeros zapatos de tacón, ni había empuñado su primera navaja, ni había traficado sus primeros gramos. Pero así fue como Yolanda desarrolló una debilidad obsesiva por todo lo relacionado con enfermedades terminales. No le teme a más nada: ni a las alturas, ni a los disparos, ni a las culebras, ni a los hombres más poderosos. Sin embargo, siente un terror incontrolable cuando piensa en sábanas mordidas, bacenillas para orinar y quejidos desgastados. —Todo bien, doctor, todo bien —dice Yolanda sin poder disimular su intranquilidad. —Levanta los brazos, por favor. Mientras le examina los senos con manos firmes, el doctor comienza su sermón acostumbrado: —Chica, te ves muy bien, como siempre— (él es el único que puede decirle "te ves muy bien" mientras le manosea el pecho tan confianzudamente) —. No entiendo por qué te preocupas tanto. Yolanda de verdad está muy bien: alta, morena, proporciones perfectas, piel lozana. Elegante a más no poder con su peinado casual y sus trajes italianos. Una mujer como sólo se puede conseguir en Venezuela, el país de las mujeres bellas, como dicen. De las mujeres bellas y arrechas, aclara siempre Yolanda cuando algún incauto se atreve a comentar el ominoso cliché en su presencia. La Morena, como se la conoce en el medio, es quizás una de las personas más influyentes del momento. Aunque las noches violentas del barrio son ya cosa del pasado, todavía ella se pregunta cómo logró sobrevivir a esa adolescencia atroz. Suerte, pura suerte. Pero lo que vino después fue más sudor que suerte. Sudor de ese que hay que disimular cuando se regatea con un jíbaro armado, y sudor del otro que hay que exhibir cuando se chilla en la cama con algún gordo asquerosamente adinerado. Definitivamente, Yolanda reúne todos los requisitos necesarios para una posición como la suya: desde hace tiempo aprendió a hablar con fluidez varios idiomas, en sus versiones callejeras y de negocios; sabe a quién y cómo abrir las piernas sin perder la clase; controla con maestría las conversaciones más insinuantes y peligrosas; y, sobre todo, no le tiene miedo a nadie. De cabecilla de barrio a monopolio de una zona, a control de una ciudad. Años de suerte y sudor. Su carrera lenta y acertada fue como la de pocos hombres. Había llegado a un punto alto, una cumbre de donde sólo se puede caer estrepitosamente. Pronto la generación de relevo comenzaría a escalar posiciones, a inventar nuevas formas de extorsión, a comprar y penetrar en la naciente clase de poder, a comercializar drogas más potentes. Yolanda perdería poco a poco sus facultades, y al primer error aparecería una mañana al borde de una autopista, hinchada como un perro arrollado y con la boca llena de moscas. —Pon los pies aquí. Échate más para acá. Abre un poco más. Relájate —el doctor enciende el monitor que se llena de una imagen carnosa. —¿Qué es eso? —pregunta Yolanda sabiendo de antemano la respuesta. —Es un monitor, así ves lo que yo veo. Esto rojo es el cuello del útero, ¿ves? — con delicada precisión introduce unos hisopos y un diminuto cepillo —. Ahora verás sangrar un poco, pero es normal. —¿Y se puede saber qué me interesa a mí verme el cuello del útero mientras me tomas una muestra? —Tranquila, ya estoy terminando... si quieres lo apago. Yolanda suele tener mucha paciencia, sin embargo, últimamente le ha ocurrido sentirse un poco intransigente e intolerante ante ciertas nimiedades. La emoción del hombre con sus aparatos tecnológicos la irrita, pero pronto se controla. —No, está bien —sonríe. Es una buena actriz, una excelente diplomática. Eso la salvó de la decadencia por la que pasan muchos de los que llegan tan alto. Fue durante un afortunado viaje a Miami, uno de tantos, cuando conoció al senador Wilkins y al jefe de operaciones de la DEA, Mr. Gonard. Dos gringos que, a pesar de su relevancia, no pudieron pasar por alto las piernas y la conversación de esa intrigante mujer latina. Resultaron ser dos eslabones claves del cartel de Guantánamo, y Yolanda los puso a comer de su mano en un par de días. Dos pájaros de un solo tiro. Así la Morena entró catapultada al círculo más elevado del narcotráfico en el que todo sucede como en las películas: maletines plateados llenos de dinero, jets privados, reuniones en yates, lavamanos con grifos de oro. Desde hace tiempo Yolanda no se ensucia innecesariamente ni las manos ni el vientre, ahora su trabajo es puras relaciones públicas y cero acción, y así lo prefiere. —Todo se ve muy bien. Estás como una uva. ¿Cuándo fue tu última mens... —¿Doctor? —¿Sí? —contesta el médico desde la silla sin levantar los ojos que examinan rutinariamente. —Tengo que decirle algo muy importante. Se supone que lo que sucede aquí... y los diagnósticos son totalmente confidenciales, ¿no? —Exactamente. —Bueno, escúcheme, le hablo en serio. La cabeza del doctor emerge de entre las piernas de Yolanda. La observa seriamente. Yolanda siempre ha sido una paciente muy reservada, cada vez que él le hace preguntas un poco fuera de la rutina, ella le cuestiona si de verdad es necesario que responda. Siempre viene sola, nunca habla de compañeros o amantes, ni de planes de maternidad o cosas por el estilo. Sólo espera con ansiedad el veredicto médico y luego desaparece por seis meses hasta la próxima cita. La enfermera comienza a limpiar los implementos empastados de gel mientras Yolanda habla: —Ahora le voy a dar un número de teléfono. Si por casualidad algún día, Dios no lo quiera, me diagnostica algún tumor, usted no me llama a mí. Ni se le ocurra. Simplemente se lo prohíbo. Usted llama al número que le doy ahora y pregunta por Pepe. Se identifica y le dice todo lo que sea necesario a él. ¿Me entiende? —Entiendo, ¿pero Ud. cree que de esa forma la privacidad que req... —Así tiene que ser. El doctor sólo asiente con la cabeza, no se atreve a replicar. Nota una seriedad implacable en la voz de la mujer que intuye es mejor respetar. Pepe es el alias clave de Trompo, el guardaespaldas favorito de Yolanda. Fiel como un perro, animal como un gorila, en fin, un guardaespaldas de vocación. Tiene órdenes muy claras para cuando reciba una llamada a su celular privado y un doctor tal pregunte por "Pepe". Al escuchar ese nombre debe seguir estas sencillas instrucciones al pie de la letra: llevar a la Morena a un lugar aislado, pegarle un tiro en la frente y escapar sin dejar rastros. Hace un tiempo Yolanda pensaba que con el dinero podía comprarlo todo, incluso la vida. Pero ahora sabe que es mejor comprar la muerte sin sufrimiento. Nada de tratamientos interminables, nada de calambres, ni morfinas, ni sueros. Prefiere una muerte natural, por impacto de bala y desangramiento. Nadie lloró por su madre, ni por su tía y su abuela que murieron de la misma enfermedad, y nadie llorará por Yolanda. Así lo ha decidido, y ahora acaba de proclamar su propia sentencia de muerte a un par de cobardes que se estremecen sin saber por qué. Porque, aunque no tienen la más mínima idea de lo que está detrás de esa llamada a "Pepe", médico y enfermera notan la gravedad del discurso. Es un momento tenso en el cubículo esterilizado de la clínica. Este lugar ejerce una extraña influencia en Yolanda. El recinto totalmente privado, la bata de algodón talla única, el hombre que ausculta su cuerpo sin interés, todo esto es tan diferente al resto de su vida que la Morena se siente casi vulnerable. Yolanda saborea el goce de esa vulnerabilidad que en cualquier otro momento sería para ella un peligroso error. Decide aprovecharla. Corta el silencio levantando la espalda de la camilla de examinación y acercando su hermosa cara a la del médico: —Doctor, cancele todas sus citas de hoy, necesito hablar con usted un rato largo —. Clava sus ojos almendrados en la incrédula expresión del hombre, quien por primera vez percibe las sinuosas curvas de los senos que se asoman descuidadamente por la abertura de la bata. —Eso no es posible, señorita —, responde cortante la enfermera, alarmada de ver a su jefe ruborizado y sin habla, todavía sentado frente a los muslos de la monumental hembra. Yolanda la escucha pero no le dirige la mirada. Ahora que lo piensa, siempre le han molestado esas enfermeras allí paradas en el consultorio, cual monjas severas que disimulan su morbosidad al tiempo que observan cada cosa que sucede entre las piernas de las pacientes. Está determinada y no tiene ganas ni tiempo de diplomacias superfluas, por lo que decide recurrir a su tercer ojo. Así llama a la Heckler & Koch que siempre la acompaña; en momentos peligrosos suele decir a sus enemigos: "Tengo dos ojos castaños y uno negro, los tres son muy persuasivos... sobre todo el de nueve milímetros". Estira el brazo y toma la cartera que está apoyada en un banquito. Se la coloca sobre las piernas y disimula buscar algo adentro, asegurándose de que el médico se percate de la presencia metálica: —Creo que el doctor está de acuerdo conmigo —dice la Morena fijando la vista en el médico. El hombre asiente, plenamente convencido por los tres ojos de la enigmática mujer. —Sí, Emma. Por favor cancele todas las citas... y que nadie entre. Puede retirarse. La enfermera sale resoplando de indignación, lanzando la puerta y pensando ya en renunciar. Instantes de silencio. El papel protector cruje bajo sus piernas desnudas mientras Yolanda se acomoda sobre la camilla. —Verá, doctor: yo no creo en loqueros ni en brujas. Y a los curas no puedo ni verlos. Amigos de confianza, no tengo. Así que le hablo a usted, escuche, por favor... Por primera vez relata la historia de su madre. Es su secreto más perturbador y escondido. Incluso sus compañeros de pandilla la conocieron como huérfana. Nunca nadie se ha interesado por preguntar ni saber sobre el abandono de su padre ni la muerte de su familia. Y en todo caso, ella tampoco estaba interesada en hablar de eso, hasta ahora. Lo cuenta todo, todos los detalles, todos los dolores. De su ojo derecho resbala la única lágrima que su cuerpo ha engendrado en lo que lleva de vida, una gota de llanto celosamente ocultada desde el entierro de su madre. El médico se esfuerza por escucharla. Recorre con los ojos el vientre tembloroso y los pies crispados de la mujer. No es la primera vez que conoce una historia como ésta, Dios sabe que ha visto ya demasiadas mujeres morir así. Pero la sorpresa e intensidad de la situación lo trastornan. Comienza a cuestionarse y a plantearse los eternos dilemas que creía haber superado desde sus primeros años en la facultad. Se pregunta si podrá volver a ejercer después de esto, si podrá recibir y manipular a las pacientes con la ecuanimidad que su profesión requiere. Se pregunta si los aromas de las mujeres que se acuesten frente a él le recordarán a esta morena que le habla tan gravemente. Se pregunta si tiene que dejar a su esposa. Si tiene que retirarse e irse a vivir en una isla del Pacífico... Para cuando Yolanda termina el relato, la única lágrima que marcaba su mejilla ya se ha evaporado. Se siente mejor a pesar del frío del aire acondicionado. Suspira inclinando levemente la cabeza hacia atrás como después de aspirar una línea de coca, pero enseguida retoma la compostura. Le parece haberse liberado de un peso insoportable, incluso siente que su único temor se diluyó con las palabras habladas. Está lista para regresar a su vida. —Doctor... El médico sigue en silencio. —¿Doctor? ¿Ya puedo vestirme?

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