28.1.07

De ARMAS tomar...

Alfredo Armas Alfonzo
el pana triple A
"Y, bueno, la necesidad tiene cara de hereje. Para obtener aquella información indispensable necesitaba acudir a la oficina pública, la que según el membrete del oficio debía conocer el asunto. El ascensor bajaba y subía sin espacio para uno más y costaba Dios y su ayuda cerrar la puerta de tanta carga como se atropellaba pugnaz por tomar el elevador. Optamos por la escalera. Dante no vivió la experiencia de esta oscura galería maloliente a riesgo de dramatizar aún más, aquella su descripción del infierno" (AAA, El Nacional, 1974).
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Este texto que leen arriba es un fragmento de una crónica escrita por Alfredo para el Nacional. Este personaje por demás interesantísimo, fue un narrador, ensayista, cronista y periodista venezolano, nacido en Clarines en el año 1921 y fallecido en 1990 en Caracas.
Obtuvo el primer premio del Concurso de Cuentos de El Nacional en 1954 y el Premio Nacional de Literatura en 1969 (con "El Osario de Dios"). Colaboró en diversos periódicos y fundó y dirigió varias revistas (Jagüey, el Farol, Nosotros, Oriente, entre otras). En 1980 pasó a dirigir la editorial Equinoccio de la Universidad Simón Bolívar. En 1986 recibió un Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Oriente. Publicó diversos títulos de narrativa: "Los cielos de la muerte" (1949), "La parada de Maimos" (1968), "El osario de Dios" (1969), "Agosto y otros difuntos" (1972), "Cien máuseres, ninguna muerte y una sola amapola" (1975), "Angelaciones" (1979), "El bazar de la madama" (1980), "Los Desiertos del Angel" (1990), entre otros.
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Les regalo acá uno de sus cuentos...
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Alfredo Armas Alfonzo El señor cogió de mala gana el papelito y fue hasta su escritorio, ahí lo puso a un lado y siguió sacando cuentas de la carga de La Isabelina. Entretanto yo miraba los fardos de tela, las bayetas, los frascos de picha, las herramientas todavía con etiqueta de procedencia inglesa, los potes de pólvora, los rollos de mecate, las cajas con tapas abisagradas que tenían que contener el clavo de especie, la canela, la guayabita, el anís, la pimienta, el comino, el jengibre, la hoja de la manzanilla que tanto se vendía para el estómago, el sebo de ganado, el químico para envenenar el cuero; los frascos bocones con azufre, con naftalina, con metras, con caramelos, las sillas y los arreos de montar, las cintas para el pelo, los cinturones de cuero y los de sedalina que tejían con los tres colores de la bandera; los machetes y los cuchillos, las camisas de hombre, los hilos de coser, las tijeras marca Barrilito, las hojillas, el sombrero de pajilla, el pelodeguama, las tarjetas postales dentro de una vitrinita donde además se guardaba papel sellado y estampillas fiscales, sobres y papel de carta; la agua colonia y los polvos, el jabón azul y de tierra, las bacinillas, los calderos, los canarines, las sartenes, las medicinas, los chinchorros y las chinchorretas de curagua de producción local junto con los de Pariaguán. En el mostrador, junto a las dos incisiones sobre la tabla que servían de metro y no era una medida completa porque le faltaban ocho centímetros, estaban clavadas unas monedas de cinco, cuatro y dos reales, un realito, un medio, una locha y un centavo monaguero, que de tanto uso rebrillaban. El bolívar estaba flojo y giraba si uno le metía la uña en el borde y lo movía. El señor se tocaba el bigotico: —Dígale a su papá que la casa no le puede abrir nuevo crédito. Váyase y dígaselo. Yo sé que en el papelito se habla de atebrina y sé también que la atebrina cura la fiebre del paludismo y que en la casa la necesitan. No me muevo. —Ya usted oyó. Váyase. No me muevo, y el señor sigue dándose en el bigotico hasta que después de un rato, mirando distraídamente hacia la calle me pregunta: —¿Usted sabe si su mamá negoció la máquina de coser? Negué con la cabeza. —Yo mantengo el precio si se decide a venderla. Con eso tienen de sobra para comprar la atebrina. Dígale eso. De este modo la madre se quedó sin su máquina de coser que de tantos apuros la sacó y ese año no nos pegaron las fiebres. Cuando la vinieron a buscar todos estábamos en el zaguán, y nos sentíamos como si alguien de la familia se hubiera muerto. Al señor le cogimos rabia.

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