11.1.07

FELIZ AÑO 2007 y un diente roto de regalo...

Para comenzar este año 2007 luego de mi larga desaparición motivada por mi visita a Venezuela y sus manjares, les regalo un cuento de Pedro Emilio Coll. Antes de pasar a quién es él y a su cuento, les informo que ya está on line la revista Burán: un boletin para dar a conocer lo que ellos llaman las letras "invisibles". Son todos aquellos cuentos que por estar escritos en idiomas poco traducidos al italiano permanecen sin ser conocidos por los amantes del género; para su lanzamiento al cyberespacio puse a la orden algunos cuentos de escritores venezolanos y seleccionaron el cuento "A través de un oboe" de Milagros Socorro. Ya está su versión en italiano para los que deseen consultarla: http://www.buran.it/Immaginario/11.html
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Ahora sí, Pedro Emilio Coll es un escritor venezolano (1872-1947), ensayista y periodista. Contribuyó junto a Luis Manuel Urbaneja Achelpohl a la incorporación del modernismo en la literatura venezolana. En la Imprenta Bolívar, propiedad de su padre, tuvo contacto en su juventud con algunos de los más importantes escritores de la época. Las narraciones y cuentos infantiles que le relataba su vieja aya Marcolina, despertaron según él mismo, su interés por las letras. A los 22 años tras abandonar los estudios universitarios, fundó junto con Luis Urbaneja Achelphol y Pedro César Domínici, la revista Cosmópolis (1894-1895), publicación que es considerada como la iniciadora del movimiento modernista en la literatura venezolana. Entre 1895 y 1907, fue colaborador de El Cojo ilustrado donde publicó una serie de cuentos, entre ellos El diente roto considerado como un clásico del género. En 1896, publicó su primer libro titulado Palabras, una recopilación de ensayos sobre arte y educación. De 1897 a 1899, se desempeñó como cónsul de Venezuela en Southampton, teniendo a su cargo durante este tiempo la sección "Letras Hispanoamericanas" de la revista Le Mercure de France, editada en París. En julio de 1899, regresa a Venezuela, y al año siguiente, es nombrado director en el Ministerio de Fomento. En 1901, publica otra recopilación de ensayos sobre temas literarios bajo el título de El Castillo de Elsinor. En 1911, fue incorporado como individuo de número de la Academia de la Lengua. Ministro de Fomento en 1913, fue nombrado cónsul general de Venezuela en París en 1915 y luego, secretario de la Legación de Venezuela en Madrid de 1916 a 1924. Entre 1924 y 1926 fue Fiscal de Bancos y senador por el estado Anzoátegui, hasta que en este último año le toca asumir la presidencia del Congreso Nacional. En 1927, aparece La escondida senda, título que representa su tercera recopilación de ensayos, esta vez de carácter histórico. Trabajó como inspector de consulados en Europa de 1927 a 1933. En el año de 1934 ingresó como individuo de número de la Academia Nacional de la Historia, institución en la que laboró como bibliotecario en 1941. En 1948, fue publicada en forma póstuma su obra El paso errante, la cual era una selección para la Biblioteca Popular Venezolana del Ministerio de Educación.
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Con ustedes, "El diente roto" de su autoría...
El diente roto Pedro Emilio Coll A los doce años Juan Peña, combatiendo con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente, la sangre corrió lavándole el sucio de la cara y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña. Con la punta de la lengua Juan Peña tentaba sin cesar el diente roto, el cuerpo inmóvil, vaga la mirada —sin pensar. Así de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo. Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades de su hijo, y que habían agotado toda clase de castigos y reprimendas, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan. Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la obscuridad de la boca cerrada su lengua acariciaba el diente roto —sin pensar. —El niño no está bien, Pablo, decía la madre al marido; hay que llamar al médico. Llegó el médico grave y panzudo y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad. —Señora, terminó por decir el galeno después de un largo examen, la santidad de mi profesión me impone declarar á usted... —¿Qué, señor Doctor de mi alma? interrumpió la sofocada mamá. —Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible, continuó con voz misteriosa, es que estamos en presencia de un caso fenomenal; su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar: en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez. En la obscuridad de la boca Juan acariciaba su diente roto —sin pensar. Parientes y amigos se hicieron eco de la profecía del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en la ciudad toda se citó el caso fenomenal del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más, quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison, etc. Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía distraído por la tarea de su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto —sin pensar. Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la obscuridad de su boca tentaba el diente roto —sin pensar. Pasaron meses y años y Juan Peña fue diputado, académico y ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplegía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua. Y doblaron las campanas y se decretó un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mil gracias, Nadir, querida.
Flaviano

Nadir dijo...

De nada, Flaviano, los felicito por su proyecto Buran. Gracias por incluir a una escritora venezolana en su primer número.
Salu2