8.7.07

Las letras en lo alto de las TORRES

Hector Torres nació en Caracas, Venezuela, 1968. Narrador, cuentista, ensayista, editor. Co-fundador y Editor del portal más importante y más visitado de literatura venezolana: Ficción Breve Venezolana. En 1998 obtuvo el Primer Premio del Concurso Pedro R. Busnego, en la mención narrativa y el Primer Premio del Concurso Ciudad de la Juventud en la misma mención. Obtuvo mención especial en las ediciones 2001 y 2003 del Concurso de Cuentos de Sacven. Participó en el taller de expresión literaria (narrativa) del Celarg del 2000-2001. Ha publicado los libros "Trazos de asombro y olvido" (cuentos, 1996), "Episodios suprimidos del Manuscrito G" (cuentos, 1998) y "Del espejo ciego" (cuentos, 1999). Aparece, además, en Narrativa aragüeña en Tierra de Letras (1997), Muestra de minificcón aragüeña (2001) y en el colectivo Cartas en la batalla (Alfadil, 2004), además del libro antológico Siete, edición en formato PDF de la Editorial Badosa, de España. Recientemente publicó su novela LA HUELLA DEL BISONTE (2008), con Editorial Norma en Venezuela. Más información sobre esta reciente publicación en el blog del autor: El subrayado es nuestro. Para leer un capítulo de la novela click aquí.

Deudores Morosos, C. A. Héctor Torres

Rodolfo seguía con la vista cada uno de los pasos de su mujer, mientras ésta se dedicaba al complejo rito femenino de seleccionar la ropa que usaría al día siguiente. Para algunas mujeres, vestir (cuando se imponen la tarea de impresionar) requiere exigentísimos niveles de reflexión y estrategia que rebasan los límites de la estética. Sentado en la cama, fingía desinterés de una forma poco convincente. —Pero, ¿cómo es que te eligieron a ti? —Ya te lo expliqué —replicó, impaciente, la mujer—. Fui seleccionada del grupo inicial. Pasé la prueba. Estoy entre las diez mejores. Espero que sean celos y no un sentimiento más oscuro. —No digas necedades. Sólo que me parece extraño —protestó él, esquivando la filosa ironía, mientras miraba el walkman que, cargado de oscuros presagios, descansaba inocente sobre la cama. De cualquier manera, a pesar de que Rodolfo no quedaba muy conforme con la explicación, no tuvo otra opción que aceptar el asunto. Ana —según su insólito testimonio— había atendido una llamada telefónica que le informaba haber quedado seleccionada de un grupo de clientes de cierta tienda, para que asistiera a una charla gratis sobre un novedoso servicio único en el país. "Las que tengan mejor desempeño van a optar a un cargo dentro de la organización", era la inocente síntesis que, sólo en sus labios estaba sustentada por una lógica tan implacable, que no permitía la menor suspicacia.

Por qué su mujer sufría de una incapacidad manifiesta para recelar ante la inaudita propuesta, no era una de las cosas que más angustiaba a Rodolfo, sino el hecho de que, luego de varias semanas asistiendo a unas extrañas reuniones de las que volvía cada vez más silenciosa, terminó una noche frente a él, explicándole que, por su maravilloso desempeño, había quedado seleccionada entre las tres mejores, "de cuarentisiete que empezamos", remató entonces con ese aire de inocencia el cual comenzaba a generarle una equilibrada mezcla de cansancio y recelo.

Las salidas de ella eran a algún sitio de trabajo, de eso no cabía duda, pero era desesperante verla llegar en silencio, como el que sale de una reunión secreta, pidiéndole comprensión ante su rotunda negativa a explicarle en que consistían esos entrenamientos, argumentando imposiciones del taller. "La fe sólo alcanza a los más jóvenes y a los más viejos", se repetía impotente Rodolfo, ante su descabellada demanda de respeto para con su misterioso silencio.

Pero el colmo del asunto surgió aquella noche en que, listos para dormir, y apenas acostumbrándose a vivir con una extraña, sacó aquel odioso aparato y le explicó que debía dormir escuchando una cinta porque, según sus propias palabras, "le daban inicio a la segunda fase del entrenamiento".

Si acaso no bastaran los disparates típicos de los jefes, las terribles presiones del cargo, las deudas "sobre todo las deudas, coño" (De Sousa, Monteverde, Raconte, ¡el siniestro Raconte! Eran nombres inevitables en su ya indigna existencia), ahora aparecía en su horizonte la incómoda palabrita: "Hipnopedia", dicha así, levantando la naricita, con ese odioso y snobista aire de manejarse con soltura frente al término. Rodolfo tuvo que soportar el ofensivo esmero con que Ana, cada mañana, guardaba celosamente las cintas, antes de irse a la calle. Viendo en silencio, aún desde la cama, esas piernas que salían de la falda, esos pies que se escondían en los zapatos, se justificaba a sí mismo por qué aún soportaba toda esa locura "¿Qué más locura que la mía?", suspiraba risueño.

La noche del cinco de junio ¿Cómo olvidarla?, la noche del cinco de junio, Rodolfo estaba esperando que Ana, como siempre, sacara el Walkman, pero se alegró tanto al ver que esta no lo hacía, que no pudo, a pesar de haber mantenido una digna indiferencia frente al caso, contener la pregunta.

— No, ya no lo necesito. Superé con éxito la segunda etapa del entrenamiento y, ahora que lo preguntas, deberías sentirte orgulloso de tu mujer ¡Sólo aprobamos dos!

Esa noche, cuando supuso que ya había terminado lo peor —la fe sólo alcanza a los más jóvenes y a los más viejos, pero para ser pendejo, Rodolfo, no hay edad—, arropó a su mujercita con dulces mimos, jurando haber recuperado la tan necesaria tranquilidad del hogar. Leyó un poco, buscándola con la vista de vez en cuando, mientras ella dormía apaciblemente, resultándole adorable. "Hipnopedia", se dijo con ternura, y le apartó un mechón de pelo que le caía sobre la cara.

No habían transcurrido ni veinte minutos cuando un sobresalto le arrancó la concentración. Su Ana, su adorable Ana —que se había dormido casi en el acto— comenzó una especie de balbuceo extrañísimo... un sonido al que no se había enfrentado en todos sus años de casado (y eso que la convivencia delata todo lo que ya no se puede ocultar). Con esa voz recóndita y pavorosa que viene de los sueños, inició una sarta de palabras ininteligibles y truncadas. Luego, y en medio del terror paralizante de Rodolfo, comenzó a emitir sonidos parecidos a los que salen del radio cuando se gira la manilla del dial. Mil cosas atravesaron por su mente: Posesión, hechicería, mensajes del más allá... porque esa voz (que cada vez se alejaba más y más de la voz de los sonámbulos) sonaba como... como... como si estuviera a punto de anunciarle algo diabólico, algo realmente monstruoso que se ocultaba detrás de esos inocentes y mecánicos balbuceos, que ya no pertenecían al cuerpo de su mujer.

Estuvo más de una hora, sin atreverse a tocarla, observando su extraño zumbido, el cual detuvo abruptamente. Mientras Rodolfo intentaba convencerse de que se debía a un descontrol en el sueño de su mujer, terrible consecuencia del repentino trajín al cual la pobre no estaba acostumbrada, y lo cual utilizaría como argumento, al día siguiente, para convencerla de los riesgos de la hipnopedia (o hipNo—hay—piedad, como solía bromearle) comenzó aquella, con voz clara y neutral, como las voces nasales y asépticas de los aeropuertos, a exclamar: "El pago puntual de sus deudas, no solo le conducen a una vida decente, sino que le proporcionan un conjunto de beneficios entre los cuales se puede destacar la posiblidad de crédito disponible en cualquier ocasión, debido a...."

Rodolfo escuchó aquella voz que salía de la garganta de su mujer, y que contenía su timbre, pero estaba gobernada por otra mente. Trató de moverla, pero con ello sólo logró que aumentara el volumen de su voz "... sin contar las sanciones legales a la que se expusieren, expresadas en los artículos tercero, quinto, noveno y décimo segundo de la ley de..."

Repentinamente, pensó con angustia en el misterioso trabajo de su mujer, y se dirigió, con la piel erizada de horror, directamente a la gaveta donde ella guardaba sus implementos del curso de hipnopedia, cuando leyó entre las tapas de los cassettes, la inscripción: "Ignacio Raconte C. A. — Cobro a Deudores Morosos". En ese momento comprendió todo. Se sintió humillado, se sintió idiota por haber permitido que vulneraran la intimidad del hogar con tan infame treta. Volteó hacia su cama y allí estaba su mujer. La vio tan hermosa, tan inocente, recordó con odio todos los antecedentes, y concluyó que lo más indignante era saber que lo había visto venir. ... las que tengan mejor desempeño... Con las cintas en la mano, ... segunda frase del entrenamiento... se le acercó lentamente, con cautela, ... deberías sentirte orgulloso de tu mujer... y no lograba sentir más que rabia, compasión, frustración "con pena de hasta cinco años en caso de reincidencia, además de los gastos por concepto de..."

*** —¿A un curso DE QUÉ...? —No te pongas así, Rodolfo, que el señor Raconte dice que este es para revertir los efectos del otro. Ah, pero que este no es gratis, este hay que pagarlo, y de contado. —¿Y en cuánto tiempo se te pasa el efecto radio? —¡Chico! Respeta a la tecnología, que es cosa seria.


Fuente: Ficción Breve Venezolana

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