19.6.08

KEILA VALL, una victoria más


PEQUEÑAS VICTORIAS

Texto inédito ofrecido por la autora para Relectura

U
n gusano color ocre baila en su palma derecha, probablemente malherido. Margarita observa la espiral en movimiento y de pronto oprime el puño, amasa el animal en su mano, ahora pastoso. La niña escucha un taconeo cada vez más próximo, escucha la presión que cada pisada ejerce contra el suelo y esconde la mano bajo los pliegues de la falda. Con la amplificación del sonido y la contundencia en las pisadas que suele advertirle que algo va mal cuando hay algo que va mal, llegan los zapatos de piel de cocodrilo, los jeans apretados, el cinturón grueso también de reptil y el escote de la camisa. Los pechos grandes y los enormes aros dorados en cada oreja. La voz aguda.
—Margarita, cuidado y te ensucias el vestido nuevo. Ven para acá, mi amor, mírate las manos— le dice Aurora mientras mira sólo la que permanece abierta y la toma por ese brazo. En eso le ordena que abra la palma derecha: —¡Quédate tranquila!— forcejea hasta que presiona el dorso de la mano de la niña y obliga sus dedos a estirarse: —¡Ay! ¿Qué es esto? ¡Un bicho! ¡suelta, Margarita!— comienza a sacudir la mano hasta que los restos de animal y de grama caen al suelo. La pequeña es conducida al baño, donde su madre la lava y la deja “como nueva”.
Regresan a la sala, al cumpleaños del papá que, sentado en el sofá y campaneando un vaso, mira en la televisión un partido de fútbol junto a los dos tíos. Los hombres no se hablan, no se miran, gritan algo de vez en cuando. Así van pasando la tarde de fiesta.
Una vez depositada en el suelo y cuando el ruido de los tacones se aleja, Margarita continúa su exploración. Es la más pequeña de la casa. Los primos juegan al escondite. Alvarito ha desaparecido tras el tocadiscos, Emiliana se escurre detrás del sofá. Manuel espera silencioso bajo la mesa del balcón. Lucen divertidos. Margarita quiere jugar, intenta acercarse pero cada primo la espera con un dedo estirado y tenso cruzando los labios y alguna frase susurrada que le indica que no es bienvenida: —¡Sshhhhht, Margarita! ¡quítate que me van a ver!—.
Margarita los observa desde el exilio y continúa su recorrido a lo largo de la casa. Pronto se tropieza con el abuelo Armando y su olor de siempre. Él, con un cigarro grande y oscuro en una mano, la eleva por los aires para lucirse con los señores Urquiaga: —Miren esta princesita que tengo aquí: igualita a Aurora. — La señora Urquiaga responde que sí, que es ver a Aurora cuando tenía su edad. La niña descansa plácida en los brazos del abuelo cuando ve aproximarse a su rostro una mano cada vez más grande: diez salchichas enormes amenazan su mejilla. Ella intenta alejarse, busca apartarse presionando con sus pies sobre el abdomen del abuelo pero no hay salida; los toscos y agrietados dedos del señor Urquiaga se van acercando. Una pinza le estrangula el cachete: —¡Pero mira qué grande y qué bella estás!—. Ella siente la presión sobre la porción del rostro pronto deforme, el estiramiento del labio. Quiere llorar, insiste en bajarse, señala el piso. Requiere algo de esfuerzo pero con un par de espasmos más el abuelo la coloca de nuevo al suelo. Margarita se aleja corriendo hacia Puki, que la espera meneando la cola.
Justo al cargar a la poodle recién afeitada, escucha el taconeo y voltea hacia arriba. Silenciosa devuelve la perra al piso y se deja conducir al sofá. Siente las dos manos debajo de las axilas pero sólo logra ver la hebilla dorada del cinturón frente a su nariz. Antes de sentarla, Aurora le golpea el vestido con las palmas de sus manos, la levanta con fuerza por el brazo para limpiarla. Parece que aprovecha la ocasión para dar un par de nalgadas. Toma un bizcocho de una de las cestas sobre la mesa y lo coloca en la mano de la niña: —Toma, mi amor. Sin salsa porque si no haces un desastre. — Margarita sostiene el bizcocho y mira resignada la colección de envases con cremas de distintos colores frente a ella.
—Ay, chica, esta niña no me deja respiro—, dice Aurora mientras peina sus cabellos oxigenados con las manos, se acomoda el cinturón y se incorpora a una conversación con las hermanas. Margarita balancea sus zapatos de patente blanco y sorbe, humedece y vuelve a chupar la galleta pronto pastosa y sin sabor. Se recuesta del respaldar y allí se queda, aburridísima. Nadie la mira. En eso se acerca al borde del sofá, se inclina hacia la mesa e intenta sumergir el mazacote que fue un bizcocho en la crema color naranja. Aurora franquea la mesa y aleja el envase de vidrio hacia el centro. Margarita se sobresalta, suelta el bizcocho, escucha a su madre decir algo sobre el emplaste que acaba de caer sobre la alfombra de pelos largos color crema, y se pone de pie mientras la observa limpiar o regar la mancha.
La niña se acerca a los dulces apenas cuatro pasos más allá. Se queda mirándolos. Extiende la mano derecha y toma una tarta de fresa. Escucha sin prestar atención la voz de siempre advirtiendo que suelte, que la fresa mancha, que mejor se espere para cortar el dulce en trocitos. Margarita no hace nada, se queda mirando el tesoro. Lo toma con las dos manos. Una de las fresas sobresale reluciente y rojísima. La niña cruza miradas con Aurora, que para entonces gesticula con las manos y pronuncia palabras imposibles de escuchar: la tarta luce deliciosa. La madre se levanta del sofá. Queda poco tiempo. Sosteniendo la mirada de su madre y atenta a la mueca, a la amenaza, a las uñas largas color vino tinto que se aproximan terribles hacia ella, Margarita se decide: en un instante, estrella la tartaleta y sus fresas en su vestido blanco de piqué. En medio de las exclamaciones de Aurora, y ya sintiendo la nalgada ardiente en la piel, Margarita termina de dar vueltas al dulce contra el vestido, siente la presión de las fresas en el pecho, la viscosidad de la gelatina. Gran alivio.
Sin pronunciar palabra, la niña extiende las manos embadurnadas de color rojo y muestra a Aurora los restos. Ella es incapaz de digerir la guerra recién declarada, tartamudea y finalmente pronuncia una frase cualquiera: —¿Viste? ¡Te dije que te ibas a ensuciar! Ahora no traje cambio de ropa. Te tendrás que quedar así, chica. — Y así la carga, de nuevo por las axilas pero esta vez con el cuerpo mirando hacia afuera por temor a llenarse ella también de fresas, o mejor dicho de venganza, en dirección a baño. Margarita, sonriente y victoriosa, se deja transportar con los pies flotando, separados del piso.

Fragmento de un artículo de Héctor Torres, de Ficción Breve Venezolana donde presenta el nuevo libro Ana no duerme de Keila Vall.
De temperamento introspectivo y minuciosamente analítico, Keila Vall tiene muchas cosas que contar, y las cuenta sin vacilación. En los 11 relatos de Ana no duerme se puede percibir esto, y aunque en ellos no son infrecuentes los finales abiertos, expandidos, se debe a que en ese punto en que las historias formalmente terminan, para ella está alcanzando una encrucijada de posibilidades. En ellos, la sola idea de sugerir un punto final, sería como negar la infinita cadena de efectos de cada acto.
Las historias de Ana no duerme están solidamente tramadas. Suelen dejar imágenes muy persistentes en la mente del lector. De hecho, son las imágenes visuales las macizas columnas que van encadenando las escenas de los cuentos, como si se leyeran a través de una secuencia de fotogramas. Y allí radica una de sus destrezas: saber escoger y trabajar las imágenes que hilan las tramas (y sus disgresiones), que convierten al lector en espectador de la historia que lee. A esas imágenes contundentes hay que agregarle una afinada visión sobre el alma de los personajes, sobre sus rasgos fundamentales, sus tragedias, que los hace totalmente creíbles. Para ello se vale, además de la buena vista, de un uso muy hábil de los silencios y de los tiempos.
Y es el tiempo, precisamente, el hilo conductor de estos relatos. El tiempo como un carcelero que aprisiona en una sucesión interminable de situaciones, pero también como el sustento de esa cadena de acciones que hacen posible la vida, que sostienen el recuerdo y que permite que lo que nos rodea siga ahí, que no desaparezca de pronto. Esa mirada fotográfica de Keila, eso de asumir con igual pasión la fotografía y la narrativa, asoma su divisa en la aseveración de ese personaje suyo que plantea que “no cualquiera entiende que estar concentrado no es lo mismo que ír distraído, y mucho menos está al tanto de las numerosas oportunidades que brinda el día, a ella al menos, para concentrarse”.
Ese es el caso de Keila, que va por la vida buscando historias con su ojo de fotógrafa, y buscando fotos con su vena de narradora.
Keila Vall
Nació en Caracas, Venezuela, en 1974.
Antropóloga egresada de la Universidad Central de Venezuela y Magíster en Ciencia Política de la Universidad Simón Bolívar. Cursó el taller de narrativa del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos con Luis Barrera Linares, y de Monte Ávila Editores con Carlos Noguera durante el año 2006. Cursó talleres de poesía con Edda Armas y Cecilia Ortiz y de guión cinematográfico de ficción y documental en el Centro Nacional de Cinematografía.
Ha investigado y escrito para el Museo de Ciencias de Caracas, la Universidad Simón Bolívar, la Fundación la Villa del Cine y la Editorial El Perro y la Rana. Ha publicado artículos en las revistas Exceso, Contrabando, en la página digital de la Fundación para la Cultura Urbana y en la Revista Léxicos.
Finalista del Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores 2007 con el libro de cuentos Ana no duerme, y autora seleccionada en la III Semana de la Nueva Narrativa Urbana de 2008 con el cuento El silencio es una esponja.
Su blog fuga permanente

1 comentario:

Ventana Indiscreta dijo...

Hola Nadir te escribo desde Cali, Colombia. Si tienes tiempo escribeme a
freud75@yahoo.es
Solo a este correo.
Un abrazo

JOSE U.